domingo, 29 de enero de 2017

Cuento macabro: La isla misteriosa.

Picardo tomó la orilla de la desconocida isla, cuando huía de problemas que le obligaron a embarcarse. Su completa desorientación y la nefasta habilidad para la navegación le habían conducido hasta un islote perdido en no sabía qué extraño lugar del mundo. Por ello, desembarcó en un ruinoso muelle, una construcción básica en la que nadie parecía haber puesto el pie desde hacía mucho tiempo y se adentró por un camino bien trazado pero descuidado por el tiempo. Eso le proporcionó una aparente confianza, pues ya a en la lontananza pudo ver despuntar las altas almenas de una hermosa fortificación. Esta construcción permanecía bien encallada gobernando el peñón más robusto que conformaba aquella diminuta porción de tierra aislada. El pintoresco castillo aparecía abundantemente iluminado por centenares de hachas ardientes. Sin embargo, un aire opresor le llegó tras despuntar la concentrada formación, un olor dulzón que le recordó al hedor respirado en la batalla. Nada más tropezar con el enorme portón de doble hoja que le cerraba el paso, se abrió al notar su presencia. Entonces el muchacho percibió que alguien le esperara en el interior y decidió adentrase despreocupado por el patio principal. En el interior todo permanecía en muy buen estado, gracias a la labor de una encomiable labor de mantenimiento.
- Bienvenido seáis, forastero procedente de tierra firme. -Se presentó la voz más melosa que Picardo jamás hubiera podido oír.
La voz suave y musical provenía de una hermosa dama de cabellos largos que remataba con un rostro fino y quebradizo como el cristal. Su porte pausado denota una enorme delicadeza bajo ricas vestimentas muy señoriales. En ese instante, Picardo se imaginó que se le presentaba la mejor de las oportunidades al contemplar aquella pálida figura. Su mente deambuló de forma apresurada por los innumerables pasillos de piedras, imaginando decorados ricamente ornamentados y una infinidad de tesoros ocultos.
- Perdonad que os aborde así, sin previo aviso, señora. –Comenzó el pícaro muchacho.- Pero diré en mi defensa que me encontraba perdido en la densa niebla, a lo que apareció su isla como una balsa de salvación en la tempestad.
- Perded cuidado, gentil hombre. Los náufragos descarriados son una constante en estos lares, pues esta es una encrucijada natural para el paso de embarcaciones. Mas no son pocos los marinos que varan en mi isla para abastecerse.
- Dejad que me presente primeramente. Mi nombre es Picardo y vengo de unas tierras que en este preciso momento no logro situar con acierto.
- Mi nombre es Belladona y esta es mi isla, Atempus. –Su feminidad se hacía patente al acompañar sus palabras de un acompasado ademán.- Pero no se quede plantado en la entrada y venga a conocer el resto de mi propiedad.
La primera noche, la mujer ofreció amablemente hospedaje al forastero y en los días sucesivos le mostró la fortaleza al completo, exceptuando una sola parte, las mazmorras. A este hecho, Picardo se hizo a la idea de que tal vez fuera allí donde la hermosa Belladona, guardaba la mejor parte de su fortuna. Y una vez se había asegurado de que la mujer vivía sola, comenzó a urdir el plan que aseguraría las ganancias.
Pasaron los días entre buenas y abundantes pitanzas sin que Picardo se percatara, y viendo la ocasión el muchacho se decidió a preguntar a la señora por las ocultas mazmorras.
- Ese es un lugar que siempre me ha seducido visitar, en estas antiguas fortificaciones, hermosa Belladona. –Disimuló el muchacho. 
- Esa estancia es la más sombría de mi castillo y siempre ha permanecido cerrada. –Se opuso la mujer obtusamente.
Sin embargo, para Picardo aquel comentario le pareció la excusa más evidente para evitar mostrar sus más valiosas pertenencias. Por lo que esa misma noche, sin más dilación salió de su alcoba, dirigiéndose hacia las mazmorras y confiado de encontrar lo que anhelaba. Para sorpresa del joven Picardo la entrada a las antiguas dependencias de la tortura y represión, permanecía abiertas. Así pues no lo pensó demasiado cuando bajó por una tortuosa escalinata, hasta dar con la amplia sala que se dividía en innumerables celdas de barrotes oxidados. A continuación, el asombro del curioso entrometido le llevó hasta una de las celdas, no buscando el tesoro que no aparecía por ninguna parte, sino siguiendo un horrible lamento. Nada más llegar a la celda comprobó que estaba vacía y fue entonces que el pobre necio decidió dar media vuelta para abandonar la búsqueda, convencido de que aquel lugar estaba maldito y que allí encontraría cualquier cosa menos joyas o ricos tapices. Por contra, la figura de la mujer, aquella delicada criatura tan pálida como la nieve, hizo acto de presencia sin avisar y cerró de súbito golpe la puerta de la celda, donde Picardo había metido sus piernas.
- Siempre adoro a los necios que sin templanza, se adentran directos a la boca de lo desconocido. –Profirió con una voz casi desconocida para el asustado preso.- En ese instante, tan solo echo de menos un poco de demora previa para alargar la normalidad con mis invitados, por los pasillos de mi vieja ruina. 
- Decidme al menos, señora, por piedad, ¿quiénes son aquellos que velan para que esta fortaleza siga en pie?
- Aún no te has dado cuenta, necia Picardo. –Dijo entre risas.- Vosotros sois los que habitáis como esclavos en esta porción de tierra que creéis poder tomar con engaños, y en la que el tiempo es eterno.
Al marcharse la hermosa mujer, señora de la misteriosa isla Atempus, Picardo comprobó con horrible desasosiego que allí mismo, en cada una de las celdas de la mazmorra, aparecían encadenados por los grilletes algunos restos de presos, torturados en potros y con perpetuos lamentos de clemencia a su ama Belladona, hasta el fin de los tiempos.                       

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