Tras la puerta se descubría inmediatamente un
foco de luz que iluminaba el centro de la cámara. El duque descansaba sobre un
catre totalmente inmóvil. Y junto a esta camilla también observé algunos
instrumentos bien preparados sobre una mesilla de metal. El cuerpo sedado
permanecía cubierto por una impoluta sábana blanca hasta el cuello, dibujándole
una abultada barriga. Era sorprendente contemplar hasta qué punto se había
hinchado aquel hombre, que parecía haberse tornado en un batracio gigantesco.
En seguida me percaté del calor concentrado en la sala, que llegaba insuflado
con fuerza desde las calderas del palacio. Por ello, la temperatura parecía más
elevada que en ninguna otra habitación. Entonces, comencé a sudar de forma
descontrolada, mientras me aproximaba al cuerpo.
- Veamos que tenemos por aquí. -Resolví
retirar la sabana enseguida, fruto de la curiosidad.– ¡Por todos los santos!
Bajo la sábana la piel de aquel hombre se
volvía de un color verdoso, justo alrededor de una pequeña protuberancia del
tamaño de una nuez. La visión tan desconcertante me resultaba bastante próxima.
Tal vez, movido por el desconcierto, resolví rápidamente que debía cercenar aquella
malformación para que su estómago volviera a la normalidad. Me encontraba
absorto en el hipnótico punto verde.
Convencido de que no podía permitir que el
duque muriese en mis manos, de que no debía librar de la culpa a Dorwen por su
ineptitud, tomé un escalpelo de la mesita, aspiré una profunda bocanada de aire
y lo apoyé sobre la carne entumecida. Acto seguido, lo hundí con cuidado,
penetrando suavemente en la carne abultada. De repente, brotó una pequeña gota
de sangre que cayó en forma de hilo rojo. Y un sudor helado recorrió mi frente
a la vez que se detenía en las pobladas cejas. Entonces, el color verde del
quiste se extendió por la inflada barriga tan rápido, como caía el chorro. El
líquido inicialmente carmesí que había brotado dibujó una extraña línea por
donde había pasado. Así que decidí cortar también toda aquella superficie contagiada.
- ¿Doctor Robert? ¿Le ocurre algo? –Había
perdido la noción del tiempo transcurrido en aquel maldito infierno.
La sangre manaba de su piel tiñendo el resto
del cuerpo del mismo verde. Por ello, no tenía más remedio que continuar
cortando hasta separar la parte contagiada del resto del cuerpo sano. Un
amasijo de miembros asomaban por la herida entreabierta que se había formado en
la barriga. Los intestinos se desplazaron por la abertura. Y en seguida, se oyó
un sonido de salpicaduras que chocaban contra el mármol del suelo.
- ¡Oh, dios santo, Robert! ¿Pero qué está
haciendo? -Oí de nuevo la voz.
El verdor se prolongó a todos los órganos internos,
extendiendo una forma escamosa al resto de la piel.
- ¡Robert, por Dios deje enseguida el
escalpelo!
Inmediatamente sentí una mano en el hombro
que me recordó el intenso dolor del abdomen y un ardor candente. Las mandíbulas
me resonaban en la profundidad de los oídos como un incesante martilleo, a la
vez que no dejaba de temblar con repetidas convulsiones. Ante mí, yacía el
cuerpo del duque O’Donoghue completamente destrozado. Mas para mi asombro no
mostraba el más mínimo rastro de aquellas malditas manchas que tanto me
obsesionaran. Entonces, decidí girarme para tropezar con la mirada desencajada
de Francisco. Y tras superar su asustado semblante, pude reconocer al miserable
de Reginald, junto Alam y el resto del séquito que asomaban sus asombrados
rostros por la puerta entre abierta.
- ¿Pero que ha hecho doctor? -Insistió
Francisco a mi lado.
Todos permanecían en pie, impávidos como
estatuas, perplejos ante la abominable casquería, y sin una explicación
razonable para aquella inesperada escena. Y en aquel instante de incertidumbre,
los tremendos ardores tan solo me permitían articular esas palabras que tanto se
repetían en mi febril mente.
- Piel de sapo…
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