domingo, 24 de julio de 2016

Relato: Piel de sapo. Capítulo 3

La fiebre no daba señales de desaparecer tras del horripilante sueño. Tampoco mostraba síntomas de revocar en un breve periodo. Sabía que precisaba más descanso y reposo. Por contra, las cosas no habían hecho más que empeorar, desde la llegada de aquel insolente mensajero a la taberna del inmigrante irlandés. El viaje al lugar más distinguido de Londres se terciaba como una auténtica odisea. Solo amenizaba aquel insufrible trasiego la charla con el lozano español que escuchaba con gran interés hasta el último detalle del relato de mi espantosa visión. Y cuando hube acabado, sentenció con tono enigmático.
- Piel de sapo. -Luego enmudeció.
- ¿Cómo decís? –Pregunté a pesar de tener un vago presentimiento de hacia dónde se dirigían los derroteros de aquel descuido por mi parte.
- Sí, piel de sapo. –Insistió él.- Su pesadilla me recuerda a las terribles visiones de las víctimas de Agaliaretph.
- Yo diría más bien, que es otra forma de embaucar a los ingenuos como usted. -Corté tajante a su palabrería.
El joven cambió el semblante de inmediato, mostrándose incómodo por mi ofensa. Había captado rápidamente que mi pasión por sus cuentos no me servían de gran ayuda. Por ello, evité prolongar la incomodidad de la situación perdiendo la mirada por la ventanilla. Me distraía al observar como cruzábamos uno de los pasos por el Támesis. Entonces, me percaté en que la mayoría de comercios aún permanecían cerrados. Tan solo los barcos, que ascendían por el río, insuflaban vida a una mañana que comenzaba trémula y nublada.
- ¿Se puede saber dónde diantres has leído tal cosa? -Retomé la conversación exasperado por cierta curiosidad ridícula, por arrastrados temores nocturnos.
- En la ciudad de Toledo. –Contestó sobriamente.- Hace algunos años, pude visitar una vieja sinagoga en la antigua judería de aquella ciudad de España. Allí fue donde me topé con un viejo manuscrito escrito en caracteres árabe y anterior al culto del profeta Mahoma, incluso al propio cristianismo. -Soltó aquella frase con denodado cuidado, aun temeroso por mal genio que había demostrado pocos segundos antes.- Es probable que aquellos cultos se originasen en torno al consumo de ciertos venenos, muy habituales del Asia Oriental.
- ¿Y a caso debo pagarte por tu exposición? –Su cuidada brevedad me exasperó.
- Lo siento mucho, señor Scott, pero no pude profundizar todo lo que quise en aquel apócrifo manuscrito, pues se trataba de un incunable en bastante mal estado. -Se excusó.– Sin embargo, en otra ocasión me pareció haber leído que Agaliaretph era considerado el señor de la magia oscura, durante la baja edad media.
- ¡Ah, mi joven amigo! -Dije en tono de sorna.- Ya veo que anoche no tuvisteis suficiente ración y por ello, hoy os desperezáis con ganas de más. –Me sentía indignado por la credulidad del joven.- ¿Acaso esta entidad puede habitar un cuerpo? ¿Me poseerá? ¿O tal vez entrará en mí a través de una maldita hoja oxidada? –A pesar de mi cautela inicial en no revelar más que mi pesadilla, mis palabras bullían de mi boca como lo hiciera la sangre de la herida.
- Bueno… Eso es más o menos lo que dice la maldición. -Su voz salió entrecortada por mis reiteradas faltas.- Los textos mencionan que la entidad podía ser invocada sobre cualquier objeto. Y que estas terribles visiones las sufrían aquellos que eran tocadas por su mano.
La respuesta me acongojó en sobremanera. Por un instante, llegué a pensar que aún permanecía sumido en una pesadilla, apoltronado en el sillón de mi despacho.
- ¡Ya está bien! ¡He oído suficiente! -Lo atravesé con una mirada fulminante.- ¿Sabéis que pienso? Creo que tan solo te has llenado la cabeza de cuantos que no son útiles para la práctica de la medicina. ¡No volveremos a mencionar más nada respecto a maldiciones, milagros o invocaciones! –Enfaticé la reprimenda con aireados gestos.
- Como quiera, señor. –Respondió el joven en tono sumiso.
El muchacho menguó de repente sobre su asiento y evadió la atención por la ventana. Mantenía su esquiva mirada fija en el horizonte, dejando que la luz rojiza de la mañana le bañaba el rostro. Aquel resplandor le confería un aura de madurez en los marcados pliegues de su rictus. En ese momento, sentí un inmediato respeto por él. Sin darme cuenta el noble ingenuo que llegó de España se había convertido en un gran cirujano, puesto que ya había aprendido todo lo que yo sabía, convirtiéndose además, en lo más parecido a un hijo.
- Francisco. –Empecé mis disculpas.- Lamento mi falta de modales.
- Pierda cuidado, señor. He imaginado que anoche estuvo ocupado y no descansó lo suficiente. Además, está la operación del duque que es una importante oportunidad de reparar su reputación. -A pesar de mi estulto espectáculo, el joven hablaba de forma acertada.- La presión nos pasa factura a todos, señor. -Y no le faltaba razón.
Sin embargo, toda aquella muestra de comprensión no me empujaban a confiarle el secreto de la verdadera preocupación que se ocultaba bajo mi camisa. Mas con la acalorada discusión no me había percatado en que habíamos dejado atrás la conglomeración de la ciudad. Aquí y allá se encontraban campiñas gobernadas por exquisitas construcciones, decoradas con columnas dóricas en sus fachadas de estilo clásico. Y la verdad es que no podíamos llegar con mayor exactitud, pues en cuanto el astro rey hubo mostrado su mejor cara, asomó en el horizonte la celosía forjada de la entrada, con el emblema de los O’Donoghue, guardando celosamente su enorme mansión. Tras superar la verja, recorrimos un camino de tierra polvorienta. Este sendero discurría hasta la puerta principal de la casa, delimitado por prolongadas hileras de setos a ambos lados del trayecto. Estos muros de vegetación estaban cuidadosamente recortados, proyectando asombrosas formas, algunas de las cuales, recordaban a tenebrosas figuras de gigantescos reptiles. Ya enfrente del edificio, la vetusta fachada de ladrillos de la mansión permanecía oculta bajo verdaderas paredes de frondosa hiedra. En aquel instante, podía sentir como la gran construcción nos vigilaba con sus decenas de ventanales que no nos perdían de vista. El carruaje nos transportó hasta la misma entrada de la que descendía una hermosa escalinata de mármol. Y justo delante, destacaba una enorme fuente con una escultura apolínea, salpicada de un verdoso musgo.
Del escaso grupo que allí nos recibió, enseguida se anticiparon un par de mayordomos, preocupados en ayudarnos a que nos apeáramos, acompañando sus movimientos de reverenciales gestos. También nos recibían, algo más recelosos, tres jóvenes que reconocí por su vestuario. Eran parte del séquito médico del duque. Y uno de ellos, secundado por los dos restantes, se adelantó para presentarse con una reverencia forzada.
- Bienvenido, señor Scott. Soy Alam, ayudante del doctor Dorwen. -Era la mano derecha del doctor Dorwen.
- Por favor, llámeme Robert. –Giré la vista hacia mi acompañante.- Este es don Francisco de Gonzálvez, hijo de los Gonzálvez de España y mi joven aprendiz.
- Es un placer, don Francisco.- Acompañó sus palabras una vez más, de una ligera reverencia.
- Por favor, trátenme como a un igual, señores. -Era estupendo comprobar que mi joven amigo, siempre guardaba sus modales en los mejores bolsillos de todos los trajes que lo vestían. Y si la fiebre atroz no me lo hubiese impedido, habría afirmado en aquel momento, que se trataba del estudiante más destacado de Inglaterra. 
- Está bien, como quieran. -Respondió Alam desconcertado por tanta condescendencia. A continuación, señaló al resto de acompañantes.– Pues estos son los doctores William y Stephen. -Nos dimos por presentados rápidamente, con sendos ademanes de fingida caballerosidad.
- El doctor Dorwen está tratando en estos momentos al duque. –Indicó el acólito de Reginald.- Si quieren hacer el favor de seguirme, les acompañaré hasta la misma entrada de la cámara.
En los semblantes de aquellos jóvenes doctores pude apreciar de forma clara, que ninguno deseaba perder la fuente de sus ingresos. Verdaderamente estaban desesperados por verme examinando al amo de todo lo que contemplábamos, lo antes posible.
- ¿La esposa del señor, no se encuentra en casa? -Pregunté mientras caminábamos. De hecho, y si mi calenturienta memoria no me fallaba, recordaba a varios hijos reconocidos del duque O’Donoghue.
- Doña Virginia se hospeda en un hotel del centro, desde hace algún tiempo. Debe saber que no queremos correr riesgos, pues desconocemos si lo que el duque ha contraído puede ser contagioso. -Respondió Alam.
- ¿Y el resto de la familia? -Persistí.
- El resto, es muy probable que se encuentre en viajes de negocios o visitas protocolarias. Los hijos del señor duque realizan importantes labores diplomáticas para la patria en el extranjero.
No era de extrañar que aquel hombre pudiera morir completamente solo. ¿Qué se podía esperar de un lugar en el que tan solo se respiraba vacío? Ante el peligro de la desconocida enfermedad, los habitantes de aquella casa recelaban perennes por interés, porque estaban disecados, o hechos de piedra caliza. A lo sumo, todas las salas derrochaban opulencia. También observé que las cortinas impedían la entrada de la luz exterior. Y por ende, cuanto más avanzábamos más se acusaba la imperiosa necesidad de velas o lámparas de gas que evitaran la penumbra. No por ello, estos focos dejaban de imponer una luz mortecina sobre todas las formas muertas que abundaban en la casa, proyectando multitud de fantasmas en las ricas paredes. A todo aquello, había que sumar el fuerte aroma a rancio que flotaba en aquel ambiente de desesperación. Con aquella visión la mansión nos hacíamos una idea metafórica del nefasto estado de su dueño y señor.
- Es aquí. Esperen un momento por favor. -Señaló Alam.
El doctor nos había escoltado hasta la susodicha entrada a la cámara. Pero en aquel instante, ya hacía acto de presencia la figura de Reginald Dorwen por ella con un semblante blanquecino. Cuando su figura espigada se aproximó con paso errático, posó la mirada sobre mi persona como solo lo hace un verdugo. Sin embargo, en la proximidad sus ojos reflejaban el espanto contagioso del resto del palacio.
- Profesor Dorwen, los doctores han llegado hace un momento. -Informó su acolito como un obediente can.
- Gracias Alam. Que lleven el resto del instrumental a la sala y preparen las luces para la operación. El duque ya está sedado. -Luego volvió la mirada.– Bienvenidos, doctor Scott y compañía. Como comprobará en seguida, hemos preparado una sala amplia en una de las cámaras principales.
- Gracias, doctor Dorwen. –Contesté con la misma cortesía enmascarada.– Ya debe conocer a mi aprendiz, el joven noble de España, Don Francisco de Gonzálvez. -Señalé esta vez con orgullo.- Estoy seguro que se sentirá igual de cómodo si le dispensan el mismo trato que a mí.
Había olvidado hasta el momento la fiebre, tal vez distraído por las extrañas visiones que evocaban los salones previos. Pero la imagen del cretino de Reginald nada más entrar había funcionado como un interruptor que activó de nuevo mi angustia. Su presencia simplemente, funcionaba como un profundo malestar.
- Es un placer, caballero. –Saludó Dorwen al joven.
- El placer es mío. -Contestó amable Francisco.- Robert me ha hablado mucho de usted.
- Imagino que el doctor Robert guarda bastantes anécdotas del pasado. -Sus medidas y cuidadas palabras me despertaban una inmensa acritud.- Pues antaño éramos compañeros en la universidad de Londres.
Era evidente que había tenido tiempo para refinar sus modales junto a diplomáticos y aristócratas. Tiempo en el que habría aprendido a guardar las formas, pero no a acrecentar sus obsoletos conocimientos. 
- Efectivamente, guardo algunos gratos recuerdos. –Respondí por alusión.- Y otros no tan gratos.
- Sin embargo, debemos dejar a parte viejas rencillas del pasado. –Desvió la conversación del posible tema candente.- Lo importante en este instante, es el interés común que nos lleva a trabajar en conjunto. –Entonces puso un marcado énfasis en la conciliadora frase.– Doctor Robert, en primer lugar, y en nombre de la familia, quiero agradecerle que haya accedido a venir en ayuda del duque. Si todo esto sale bien, dios lo quiera, su familia lo tendrá muy en cuenta para el futuro.
- Me hubiera sido imposible no aceptar, después de la insistencia con la que el mensajero me lo ha rogado. -Encontré cierta sensación de satisfacción al regodearme en su fingido servilismo. Por el contrario, el truhan seguía manteniendo las apariencias de manera estoica. Por mi parte, disfrutaba de una agradable venganza, después de años, resumida en una fracción de conversación. Tenía a mí merced a aquel bribón que en otros tiempos no había dudado en el uso de la mala praxis, para llegar donde estaba. - ¿Y qué más debo saber de lo que no haya sido informado?
- Por el momento, -comenzó con alivio en el rostro- solo puedo decirle que el señor O’Donoghue llegó en Enero de su viaje, con una profunda dolencia en el estómago. En seguida, deduje que se trataba de la ingesta de algún alimento, debido la insalubridad de aquel país. Ergo, hice algunas pruebas y le receté unas infusiones en ayuno, algo con lo que purgarle de posibles toxinas. Acto seguido, le recomendé una estricta dieta. Pero a principios de Febrero dejó de comer sin más. Repetía que había perdido el apetito y por el contrario, su barriga no dejaba de hincharse. Con el tiempo, descubrimos horrorizados que le había crecido además una extraña protuberancia en el costado. No sabíamos si existía la posibilidad de que el duque hubiera adquirido una infección endémica de la India. Así que tomamos ciertas precauciones, con respecto al resto de los componentes familiares.
- Así que inapetencia. –Anotó Francisco sin pretensión de interrumpir, como un pensamiento en voz alto. –Eso podría derivar en una incipiente anemia.
- Si, y por eso mismo, decidimos realizarle los drenados con grandes cantidades de trasfusiones, de algunos de los miembros compatibles con su grupo. Por desgracia, y como obvio, nada de esto daba resultado.
- Deberían haber extirpado el bulto. –Espeté con contundencia.
- ¿Cómo dice, doctor Scott? –Su semblante se tornó confuso.
- Digo que debían haber extirpado entonces. -Además de inepto parecía teniente.- No deseo que algo así ocurra pero… ¿me puede explicar que sucederá si el duque muere durante mi intervención? -Todos los presentes se mantenían en un incómodo silencio, como si la pregunta les hubiese estallado.
- ¿Qué está insinuando, doctor? No podía operar al duque sin haber probado antes otras alternativas menos agresivas. -Aquella frase me resultó grácil a tenor del desconocimiento que mostraba sobre el caso.- Desconocemos por completo el origen de la malformación. Así que tomé la decisión de mandar a uno de mis ayudantes a indagar sobre sus propias investigaciones en la materia.
- Puesto que su interés eran mis estudios, pudo haber tratado conmigo de forma directa. -Los ojos de Reginald casi se salían de sus orbitas y en seguida, su semblante se tornó más serio aún si podía.
- Creo que no me equivoco si afirmo que eso, en este preciso instante, no tiene la más mínima importancia. -Mantuvo un pequeño silencio de cautela.– Como decía, mis ayudantes encontraron algo sobre sus viajes a Francia y Alemania, donde obtuvo cierta información de cirujanos que habían tratado con varios pacientes y diferentes tipos de protuberancias, la cuales, en su mayoría, acabaron con la muerte de los enfermos.
- Me alegra que me refresque mis propias palabras. –Pretendía ser irónico.   
En efecto, no me suponía un gran esfuerzo recordar esos viajes a pesar de la fiebre. El año pasado, sin ir más lejos, había expuesto en un varios simposios algunas tesis sobre la cirugía que se aplica en dichos países. 
- Ahora, el señor O’Donoghue está pasando por unos momentos bastantes delicados. –Continuó como si nada Reginald con su perorata.– Hace tan solo unos segundos, he tenido que sedarlo con cloroformo y permanece completamente dormido en la cámara contigua. Me gustaría que lo examinara al menos. Si esto no supone un problema para usted, doctor Scott.
- No sería medico si me negara a ello. Sin embargo, deseo entrar primeramente yo solo, para reconocerlo.
Con aquella estulta excusa pretendía ganar unos minutos para examinarme. Tampoco podía permitir que el séquito medico viera como mi pulso se descontrolaba en el caso de tener que usar el bisturí, algo que parecía inamovible.
- Cuando haya acabado el diagnostico, podrán entrar todos los demás.
- Me parece innecesario pero si así lo desea, doctor Scott, no objetaré nada al respecto. -El fanfarrón de Reginald Dorwen estaba tan desesperado que accedió sin dudarlo.
Poco después, el equipo al completo empezó deambular de un lado para otro como polillas que revolotean alrededor de una luz. Y ese foco que atraía irremediablemente a aquellos insectos era Dorwen, quien avanzaba como si mantuviera una falsa compostura. Por mi parte, estaba encantado de observar como el grupo de rapiñas dependía de mis cualidades. Así que busqué en mi maletín, mientras dejaba escapar una mueca risueña. En ese instante, Francisco se aproximó, percatado de mi expresión inverosímil en unas circunstancias tan apremiantes. Durante la tensa conversación, había notado como el joven español atendía la mayor parte del tiempo con la quietud que lo caracteriza. Pero en algunas ocasiones me había observado con profunda fijación. Con un desconcierto extraño sobre mi persona.
- Doctor Robert, ¿qué le ocurre? Su rostro parece tan pálido como el de las estatuas de este palacio. -Reparó en un consternado susurro.
- Más tarde le daré las pertinentes explicaciones. -Apremié al muchacho.

Así pues, fui el primero en entrar a aquella sala contigua, donde no esperaba ver lo que aún estaba por llegar. 

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