Si algo he aprendido de lo que hoy voy a relatar,
es que jamás dañan los improperios ajenos, solo lo hace el juicio que de
nosotros mismo guardamos. En cuyo caso, es importante conservar esa estima
propia bajo cualquier pretexto.
Con todo, debería empezar por el principio, antes
de mi reclusión, esto es cuando Francisco de Gonzálvez llegó a mi casa en el
barrio londinense de Westminster, a pocos metros de la antigua abadía y
renovado parlamento. De familia acomodada, el joven español formaba parte de
una línea ascendiente de terratenientes en su país. Un apuesto católico poco
habituado a la práctica, de intelecto ágil y porte elegante. A grandes rasgos,
el muchacho rezumaba modales y todas las cualidades que se le puede exigir a
alguien de su distinguida clase. Y con el tiempo, su historia además me
conmocionó, a lo que yo respondí con renovado interés, rogándole que
permaneciera en mi hogar el tiempo que estimase apropiado. Pues desde 1885, es
decir, unos meses antes a su llegada, la península ibérica sufría una epidemia
de cólera que se cobraba cada mes la vida de centenares de hombres y mujeres. Y
esto había despertado en él una sana intención por adquirir los conocimientos necesarios
sobre la cirugía que se aplicaba en la prestigiosa Universidad de Londres.
Pero lo más asombroso de este encuentro es
como ambos nos nutríamos recíprocamente de la simbiosis que se produjo, cuando comenzamos
a trabajar codo con codo. Me reveló infinidad de utilidades curativas con
algunas drogas y diferentes formas de tratar las infecciones. Por aquel
entonces, yo permanecía abierto a cualquier concepto alternativo con respecto a
la medicina más tradicional, lo que me confería el mal apelativo de “el
santero” entre los más conservadores de mi gremio. Y los textos que portaba el muchacho
desde su país de origen, no ayudaban en nada a romper con mi pequeño vicio, ya
que retrataban de forma detallada los centenares de rituales y maldiciones que
parecían extraídos de las prolíficas leyendas de Europa del este. Por todo, los
días se sucedían entre continuos intercambios de conocimientos de los que
Francisco salía reforzado, por mi lato estudio y experiencia en la materia. Esto
hizo que en muy breve tiempo, comenzáramos a relacionarnos más como compañeros
que como distinguidos caballeros, lo que dio lugar a que iniciáramos una serie
de confiados encuentros en una pequeña taberna muy próxima al muelle de
Gravesend. En aquel lugar nada llamativo y poco iluminado, pretendíamos
esconder nuestras charlas y actividades de las bocas malintencionadas, a la vez
que dábamos rienda suelta a nuestros placeres junto a un montón de marinos
mercantes de copa fácil. Allí, el español demostraba que era tan resuelto con
mi lengua natal como con la bebida.
Una fría noche del mes de Febrero, la
conversación se distendía apacible en nuestro refugio habitual, habiendo dado
cuenta del resto de borrachos locales que frecuentaban la taberna. El debate
tanteaba horribles maldiciones de las que habíamos oído hablar, sin airear
demasiado en público los temas. Yo agitaba entre mis manos el tercer whisky de
la noche, un líquido cosecha de mil seiscientos treinta y cuatro, de doble
maduración. Un brebaje excepcional que el propietario se encargaba de aguar
para la clientela más selecta. Cómo había llegado aquella ambrosía a un lugar
tan cochambroso era un enigma. Pero un bendito misterio para mi paladar.
- Maldición, devoción… en verdad os digo que
no hay diferencia. A lo sumo, debieras entender, Francisco, que tal y como ocurre
con la fe siempre hay escondida una pizca de razón. - Susurré aún ebrio.- Pero
recuerda que para que se produzca la magia, tan solo hay que poseer un cerebro
crédulo, como ocurre con los niños y los cuentos infantiles, mientras los
primeros escuchan ingenuos a la realidad que les envuelve.
- Tal vez sea como decís, y mientras lo
averiguáis preferiría mantenerme sujeto a un salvavidas, en el inmenso océano
de las dudas. -Refutó muy seguro.
De repente, la conversación quedó
interrumpida al abrirse la puerta de la entrada, revelando el intempestivo
clima que se soportaba en el exterior, y todo lo contrario al viciado ambiente
del local al que no era difícil habituarse con unas copas de más. Entonces,
apareció una figura demasiado engalanada para aquel antro.
- Buenas noches, caballeros. –Se dirigió el
recién llegado al aire.
El individuo se había ocultado de la helada
en la calle bajo una llamativa capa azul, adornada con un distinguido emblema
bordado. También portaba sobre la cabeza un viejo sombrero de ala ancha que le
ensombrecía el rostro hasta la barbilla, lo que impidió que le pudiera
reconocer. Después de cerrar la puerta, se giró y comenzó a buscar con la mirada,
dando un serio repaso al local. A continuación, se acercó hasta el rincón donde
mi joven amigo y yo bebíamos, apartados de la luz directa como pobres almas huidizas.
- Es usted el doctor Robert, ¿no es así,
señor? –Me habló a mí.- Doctor, Robert Scott…
- ¿Quién quiere saberlo? -Acompañé con la
mirada y un ligero sorbo al vaso.
- Vengo del palacio del duque O’Donoghue, a
las afueras de la ciudad. Me envían para que le comunique la gravedad de mí
señor. Para hacerle saber que requiere urgentemente de su atención.
La insignia de su bordado indicaba que no
mentía. Portaba el emblema de la casa del duque en la cual, un par de perros
lobos jugueteaban sempiternos junto a un frondoso árbol, en el centro de un
enorme blasón de armas. Y durante unos segundos, quedó en pie esperando la respuesta.
- ¿Y qué le sucede al duque exactamente, si
no es demasiada indiscreción?
- Al contrario, señor. Le relataré tal cual
me han pedido. -Se mostró satisfecho por el interés mostrado.- El señor
O’Donoghue estuvo por Enero visitando las colonias Indias para acompañar a
nuestra señora, la reina Victoria. Según piensa sus médicos personales, quedó
afectado por una dolencia producto de la ingesta de cualquier alimento en mal
estado. A pesar de todos los intentos por parte del séquito, se acrecentó su
indisposición. Tanto es así, que la enfermedad le impedía siquiera probar
bocado. Y hace unas semanas, su estómago comenzó a hincharse sin parar, inflándose
hasta el punto de que parecía que fuese a estallar en cualquier momento. Es
horrible. –Intercalaba una agitada respiración.
En la proximidad, se revelaba el semblante
entristecido del hombre y su voz apremiante. Tenía además, un tono que se
ahogaba en la garganta como si el lazo anudado que sujetaba su capa al cuello
le apretara demasiado.
- ¿Cuál es pues, el dictamen de su séquito
médico, del que me negué a formar parte y no por motivos económicos? –Repliqué
sensiblemente lacónico.
- Señor, Todos esos mismos miembros médicos
coinciden en que es usted el más indicado para tratar dicha dolencia tan
insólita y que les es completamente desconocida. En el palacio andan desesperados.
- ¿Incluido el doctor Reginald? –Insistí.
- Incluido él, señor. –Porfió en sobremanera.-
Tanto es así, que tras los exhaustivos análisis al duque por el mencionado
médico, el mismo señor Dorwen dijo que deseaba saber su diagnóstico personal.
Fueron sus palabras exactas. No sabe usted hasta qué punto ha cundido el pánico
por la vida de mi amo.
El insistente mensajero hacia bien su
trabajo. Probablemente le hubieran obligado a no regresar si no era en mi
compañía ya que, bajo ningún pretexto mostraba señales de querer abandonar su
empresa. Muy a mi pesar, tan solo podía recordar a Reginald Dorwen, como un
nefasto compañero durante mis años de estudios. Además, estaba convencido de
que era el autor de aquel apodo tan malicioso que me acompañara desde la
universidad, como colofón a sus reiterados celos por mi fructífero trabajo. Por
aquellos días, ambos neófitos mostrábamos suficientes aptitudes para la cirugía
y la investigación con una ligera diferencia, mientras ese malnacido se mantuvo
a la sombra del ala conservadora del rectorado y sus métodos tradicionales yo
sondaba nuevos campos médicos, lo que me permitió realizar notables
descubrimientos. Su proceder ladino le llevó de inmediato al cargo de jefe
médico del duque O’Donoghue. Puesto que años más tardes me permití rechazar sin
contemplaciones, con la idea de continuar en mis viajes e indagaciones.
- Doctor Robert, creo que es una magnífica
oportunidad para poner las cosas en su sitio, amén de sacarme a torear en los
mejores ruedos. -Me animó Francisco de manera sarcástica, con lo que era un
tópico de su tierra. El muchacho conocía mi curiosa historia pero como
revelaban sus efusivas palabras, suponía una perfecta oportunidad de aprender en
un apremiante caso. Sin embargo, aquella tesitura también suponía una ocasión
para limar asperezas con una parte del gremio. Empero, si las cosas no salían
como todos deseaban, también acabaría con mi carrera de manera fulminante.
- Está bien, pero debe ser mañana. A primera hora
de la mañana me recogerá el carruaje en la puerta de mi casa a mí y a mi acompañante.
-Procuré dar firmeza al tono de mis palabras.- De momento, vuelva sin demora e
informe al séquito médico para que preparen una sala en palacio, por si es
necesario operar urgentemente. Examinaré al duque al alba. -Dispuse como un
amo, pensando en que si el truhan de Dorwen tenía que ser informado, en
cualquiera caso, debía aparentar sensación de seguridad y no de ebriedad.
- Pierda cuidado, señor. Se hará como usted
desea, pues también yo opino que esta noche es la menos indicada. -Insinuó el mensajero,
a la vez que dejaba escapar una furtiva mirada al olor que emanaba.- Que tengan
una buena noche.
El insolente individuo hizo una reverencia y
se marchó tal y como había llegado. Dejó una estela de frío al abrir la puerta
y se esfumó en la negrura. Esta nueva situación, me privaba de extenderme más
en mis placeres nocturnos así pues, abandonamos la taberna inmediatamente.
- Francisco, deberías regresar sin demora a
casa. Yo aún debo resolver algunos asuntos antes de volver. -Me despedí del
joven.
- Pero señor, las calles del puerto no son
seguras durante la noche. No debería andar solo. –Espetó tremendamente inquieto.
- No se preocupe, joven amigo. -Apacigüé su consternación.–
Mañana al fin correrás delante de un autentico toro bravo, ¿no lo cree? -Con mi
escaso conocimiento en el tema, continué aquella metáfora tan acertada y que él
mismo había iniciado. Por su parte, el muchacho huyó de la helada afligido por
mi decisión. En un instante se internó en esa calle que le llevaría a mi casa de
forma directa. Y entonces, esperé unos segundos hasta perder su silueta para tomar
la dirección opuesta.
Aquel reencuentro con viejos fantasmas
suponían un verdadero reto para restituir mi honor. No podía, por ende, dejar
mi suerte en manos del caprichoso destino, por lo que debía anticiparme. Con
ello, salí en busca del alimento para mi alma, el opio que templara mi pulso
durante una posible intervención, únicamente acompañado de mis pensamientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario