Mi relación personal con el opio era casi de
estricta necesidad, convencido de que no llegaba a suponer una profunda
adicción. Estaba en lo cierto que cuando consumía, lo hacía como un elemento
más para desempeñar mí labor. De esta manera, la adictiva sustancia comenzaba
cada caso en mi sistema nervioso y más adelante, era mi persona la que acababa
el trabajo sucio. No me costaba por tanto, recorrer el camino que había
realizado en infinidad de ocasiones. Sin embargo, no dejaba de pensar que se
trataba de un riesgo por mi parte, en una noche tan avanzada. Y como bien había
advertido Francisco, algunos lugares de la ciudad ofrecían su cara más incierta
durante la oscuridad de la madrugada. En cada esquina que doblaba, en cada
penumbroso callejón, surgían decenas de señales que amenazaban del peligro. Y
aún tenía por delante varias manzanas hasta mi proveedor, el viejo Brian Lacking,
con quien mantenía asuntos pendientes. Un locuaz bebedor, de rostro huraño, que
mantenía la vieja política de cobrarse sus ganancias en especias.
Siguiendo una hilera de fuegos fatuos que
iluminaban con dudosa tenuidad, caminaba con un paso ligero. En mis labios aún
reposaba el intenso aroma a tabaco y al brebaje de Frederick, el afable
irlandés que regentaba la taberna, también aferrado a mi ropa. Al mismo tiempo,
percibía los lamentos de algunos borrachos fluctuando en la lobreguez. Pues era
la hora de las ratas callejeras en las zonas más conflictivas de la periferia
convertida en el punto de la delincuencia gracias a la imparable
industrialización. Sin embargo, en ocasiones, me parecía oír unos pasos que
seguían mi ritmo. O ver una sombra fugaz que se ocultaba en la incipiente
densidad de la negrura de una esquina. Al menos, esa era mi cuestionable y
sugestiva impresión. A lo que no podía más, que dudar de mis propias facultades
bastante mermadas por el alcohol.
- ¿Quién anda ahí? ¡Mostraos a la luz! -Nadie
contestó. Luego, esperé inmóvil uno segundos, en los que todo permaneció en
aparente calma.
Entonces, el viento llegaba saturado del humo
de las chimeneas, una corriente de aire sucio con el olor del carbón mineral que
me atrofió la pituitaria, haciéndome regresar de nuevo al camino. Y en seguida,
el aire daba paso de nuevo al hedor de las cloacas, casi como un golpe para el
occipucio, mezclado con el fétido aroma a pescado, tan propio de la zona del
Támesis.
Ante mi insistente manía persecutoria decidí
poner remedio, y sin echar a correr, aceleré el paso. Esta obstinada obsesión
se sostenía en mi mente, inducida tal vez, por las trágicas noticias que
llenaban los periódicos londinenses, con infinidad de hurtos y lo que era peor,
las continuas desapariciones en los barrios marginales. Como antaño estudiante de
cirugía, también conocía las muchas leyendas negras que pesaban sobre la
universidad de medicina, respecto a tratos con ladrones de cadáveres. Era
evidente, que no deseaba formar parte de aquella drástica situación, de la que
probablemente me hubiera beneficiado en el pasado. Y a pesar de todo, aquella
presencia se mantenía acechante, en oposición al avance hacia mi meta. Un ente que
parecía vigilar cada uno de mis pasos vacilantes, lo que se tradujo en un
estremecimiento inmediato, un terrible escalofrío que me detuvo en seco. Pero esta
vez, descubrí la desgastada cartera de piel que guardaba en un bolsillo interno
del abrigo y la puse a la altura de la cabeza, con el brazo extendido.
- ¡Señor, aquí tengo todo lo que llevo de
valor! -Grité en un alarde de poca valentía.- ¡Es más, no dudaré en entregarle
también mi reloj de bolsillo, sin denunciar, si no me causa lesión alguna!
De repente, tal y como había temido, surgió una
figura ágil y fantasmal, que se abalanzó con celeridad por mi retaguardia. Su
maniobra tan solo me permitió girarme, en busca del careo con aquel agresor que
me embistió con denodada facilidad. Entonces, con un pequeño roce me hizo
tambalearme y caer de espaldas como un peso plomizo. Por mi ebria torpeza, me
encontraba tirado en el suelo a merced de aquel bribón que aprovechó el instante
para asestarme, lo que interpreté como un certero golpe en el vientre. Durante
angustiosos segundos, quedé indefenso y sin aliento. Para cuando había
recuperado el aire, tan solo podía observar que el rufián se ocultaba bajo una
mugrienta capa.
- ¡Maldito
seas, ratero del demonio! ¡Te ofrezco la cartera, bastardo! -Mantenía las manos
apretadas contra el regazo.
Entonces, contemplé con impotencia como
recogió esa misma cartera que había salido despedida y acto seguido, se
desvanecía en la densidad de la noche. Después, busqué el apoyo con los brazos
para incorporarme y el esfuerzo me provocó una molesta punzada. Fue en ese preciso
instante, cuando intuí que aquel golpe en el abdomen no había sido sino una equina
puñalada. Y las manos impregnadas de rojo corroboraban aquella horrible primera
impresión. “¡Oh, por todos los santos!” Pensé, lamentándome con severidad. “¿Qué
me ha hecho ese mal nacido?”
En aquel momento, me aterraba la idea de la
hoja alcanzando algún órgano. Mas, por el foco del dolor pensé que tal vez
hubiera pinchado el intestino, o dañado el páncreas. Entonces, descubrí la
herida de más de tres centímetros. Un centenar de puntos rojos manchaban mi
vientre pálido como un archipiélago en un macabro mapa de piel humana. El
centro de este plano, era la misma fuente carmesí que brotaba sin remedio. Era
imposible examinar aquella herida de forma correcta bajo la penumbra de aquel
maldito barrio. Tampoco disponía de instrumental necesario para una sutura
rápida. No se me ocurrió entonces otra cosa, que pellizcar la brecha y volver
sobre mis pasos como un perro maltrecho. Bajo la presión del sobreesfuerzo, apreciaba
el descenso de la temperatura del cuerpo, entumecido por la continua pérdida de
sangre. Pero también una placentera satisfacción que me inundaba, cada vez que
aquel líquido caliente empapaba mi ropa, la cual volvía a humedecerse al
contacto con el frio del invierno. En aquellas drásticas circunstancias solo
divagaba con autentico temor por la mi vida. Había olvidado inclusive el caso
del duque O’Donoghue que me ocupaba en el día de mañana.
Al contemplar la luz de mi propia morada y
sentir la calidez agradable de las estufas de aceite del interior, sentí un
profundo desahogo. En aquella noche trágica, no habría más revuelos, porque
Francisco dormía plácidamente. Así pues, me arrastre como un alma en pena hasta
la biblioteca, eché tras de mí el cerrojo y encendí una solitaria vela para
iluminar algunos instrumentos de cirugía, que reposaban inmóviles sobre una
mesa de trabajo. Después de un examen, comprobé con alivio que se trataba de
una herida superficial, un corte limpio que mi abrigo había frenado milagrosamente.
De inmediato, resolví seis puntos de sutura sobre la carne insensible por el
frio anestésico. Y por último, extendí una loción cicatrizante sobre aquella
horrible herida que dejaría un feo recuerdo.
Cuando me hube asegurado de que no existían
riegos, únicamente entonces, mi mente volvió a mi problema actual. Ya no me
preocupaba si había salido ebrio de la taberna, pues la pérdida de sangre
empeoraba sensiblemente la situación. Mi mano a la luz de la vela parecía
situarme sobre un indomable terremoto. Y para empeorar las cosas, no disponía
del tiempo suficiente para un sueño reparador. Tampoco mi pipa de opio,
saciaría su necesidad más elemental. En ese instante, desvié la mirada de
manera instintiva hacia un trocito de piel de cerdo revuelto entre las demás
cosas de la mesa. Aún más, lo verdaderamente interesante se encontraba oculto
en su interior. La bolsa cerrada con un cordel deshilachado contenía viruta
negra, o lo que era lo mismo, el pétalo seco de una especie rara de flor llamada
loto y que se recogía habitualmente en Oriente. Hacía algún tiempo además, había
leído en un viejo manual botánico sobre las propiedades de esta exótica rareza.
Cuanto menos, me habían parecido curiosos sus múltiples usos y efectos. Pero
también, lo que sucedía con la toxina en un descuido prolongado. Si no
recordaba mal, la sobredosis de su toxina podía producir aterradores
pesadillas, o la horrible muerte de la conciencia humana. Sin embargo, me
pareció lo más indicado en aquel instante de desesperación, creyendo que mitigaría
mis adversidades. Así que preparé una pequeña cantidad precavidamente acompañada
con corteza de sauce, un analgésico natural muy común. Luego, hice una infusión
para una ingesta directa. Fue entonces, que me pude recostar apaciguadamente en
el asiento de mi escritorio, procurando dormir el sueño que me permitieran las
horas que me quedaban hasta el despuntar del alba. Entonces, el líquido
caliente causó un inmediato efecto soporífero.
A pesar de todo, no dejaba de notar un extraño
hormigueo por el vientre que se tornó en una sensación de agudo escozor. A
continuación, pasó a un terrible ardor que me consumía el estómago, una
incomodad que incrementó hasta forzarme a descubrir de nuevo la herida vendada.
Cuál fue mi sorpresa entonces, al contemplar que la brecha había cicatrizado. Y
no solo eso, sino que había desaparecido completamente. “Debe ser cosa del
ungüento.” Cuestioné totalmente intrigado. “¿O tal vez sea cosa de la exótica flor?”
Pero en seguida caí en la cuenta de que cualquiera de las posibilidades era milagrosa
en tan sucinto tiempo. Y la sorpresa daba paso al horror cuando presencié una
desagradable mancha verdosa, dibujada en el mismo lugar donde había estado la
cicatriz. Aquel espeluznante verdor se extendió con celeridad por el resto del
abdomen.
- Pero, ¿qué diantre está sucediendo…? -No
esperaba que nadie me diera respuestas, ni siquiera si estuvieran presentes en aquella
triste habitación, pues era prácticamente imposible encontrarla.
- ¡Robert, el carruaje del duque O’Donoghue
está en la puerta! -Interrumpió una voz familiar al otro lado de la habitación,
mientras golpeaban la puerta.
- ¿Francisco eres tú? -Pregunté desorientado.
- Doctor, creo que debería salir lo antes
posible. -Al menos, parecía él.
Después de esas palabras, todo quedó en la
más absoluta calma. Mi corazón se agitaba, bombeando cada vez más rápido. Lo
más sensato era pensar que continuaba dormido, y bajo los efectos inducidos por
el producto de Lacking.
- Doctor Robert, ¿está usted bien? -Esa voz
persistía en regresar acompañada de los golpes que apremiaban con mayor
intensidad en la puerta, en busca de una respuesta.
- No se preocupe Francisco, salgo enseguida.
Vaya a avisar al cochero.
Tan rápido como mi fatiga me lo permitió,
llegué hasta la ventana de la habitación para comprobar con mis propios ojos
como la luz del alba despuntaba en el horizonte. Acto seguido, me deslicé hasta
un espejo.
- ¡Oh por dios! -Grité tras observar mi
propio reflejo.
- ¿Ocurre algo doctor? -El joven seguía
escuchando desde detrás de la puerta.
- No… No, vaya rápido y avise, Francisco.
Estaba aterrado por la presencia que
sustituía a mi reflejo, una monstruosa forma que no se parecía en nada a mi
curtido rostro. Era más bien el dantesco reflejo de un reptil. Los surcos de
las cuencas de los ojos estaban hinchados, oscurecidos y resaltaban de manera
exagerada. La piel se había vuelto rugosa y de un color verde oscuro, parecido
al del abdomen. Además, la forma de mi nariz se había perdido para dar paso a
una protuberancia con el mismo color. E inmediatamente, intenté soltar un
chillido de auxilio. Mas todo fue inútil. En mi desesperación, no pude
pronunciar palabra, porque del interior de mi boca surgió un trozo de carne
viscosa, una especie de lengua exagerada que me obligaba a babear copiosamente.
Luego emití un sonido gutural, un rugido que partía de lo más profundo. No
podía continuar viendo aquella diabólica imagen en el cristal.
- ¡Doctor Robert, debería salir ya! ¡El
carruaje espera en la entrada! -Francisco se impacientaba haciendo caso omiso, de
los sonidos que salían de aquellas fauces.- ¡Doctor Robert! ¡Doctor…! -Aquello debía
ser una pesadilla del maldito loto y debía despertar cuanto antes.
- Doctor, ¿se encuentra usted bien? -La
angustiada voz insistía al otro lado.
Por el contrario, yo permanecía sentado sobre
el sillón. Estaba completamente bañado en un sudor frío y con la misma camisa
empapada en sangre seca. Debajo, la herida tenía un aspecto horrible. Mas, para
mi alivio y tranquilidad, tenía un aspecto común.
- Avise al cochero. -Balbuceé sin apenas
aliento.– Dígales que vamos enseguida. –Entonces esperé en el asiento, mientras
escuchaba como sus pasos se alejaban.
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