domingo, 17 de julio de 2016

Relato: Piel de sapo. Capítulo 2

Mi relación personal con el opio era casi de estricta necesidad, convencido de que no llegaba a suponer una profunda adicción. Estaba en lo cierto que cuando consumía, lo hacía como un elemento más para desempeñar mí labor. De esta manera, la adictiva sustancia comenzaba cada caso en mi sistema nervioso y más adelante, era mi persona la que acababa el trabajo sucio. No me costaba por tanto, recorrer el camino que había realizado en infinidad de ocasiones. Sin embargo, no dejaba de pensar que se trataba de un riesgo por mi parte, en una noche tan avanzada. Y como bien había advertido Francisco, algunos lugares de la ciudad ofrecían su cara más incierta durante la oscuridad de la madrugada. En cada esquina que doblaba, en cada penumbroso callejón, surgían decenas de señales que amenazaban del peligro. Y aún tenía por delante varias manzanas hasta mi proveedor, el viejo Brian Lacking, con quien mantenía asuntos pendientes. Un locuaz bebedor, de rostro huraño, que mantenía la vieja política de cobrarse sus ganancias en especias.
Siguiendo una hilera de fuegos fatuos que iluminaban con dudosa tenuidad, caminaba con un paso ligero. En mis labios aún reposaba el intenso aroma a tabaco y al brebaje de Frederick, el afable irlandés que regentaba la taberna, también aferrado a mi ropa. Al mismo tiempo, percibía los lamentos de algunos borrachos fluctuando en la lobreguez. Pues era la hora de las ratas callejeras en las zonas más conflictivas de la periferia convertida en el punto de la delincuencia gracias a la imparable industrialización. Sin embargo, en ocasiones, me parecía oír unos pasos que seguían mi ritmo. O ver una sombra fugaz que se ocultaba en la incipiente densidad de la negrura de una esquina. Al menos, esa era mi cuestionable y sugestiva impresión. A lo que no podía más, que dudar de mis propias facultades bastante mermadas por el alcohol.
- ¿Quién anda ahí? ¡Mostraos a la luz! -Nadie contestó. Luego, esperé inmóvil uno segundos, en los que todo permaneció en aparente calma.
Entonces, el viento llegaba saturado del humo de las chimeneas, una corriente de aire sucio con el olor del carbón mineral que me atrofió la pituitaria, haciéndome regresar de nuevo al camino. Y en seguida, el aire daba paso de nuevo al hedor de las cloacas, casi como un golpe para el occipucio, mezclado con el fétido aroma a pescado, tan propio de la zona del Támesis.
Ante mi insistente manía persecutoria decidí poner remedio, y sin echar a correr, aceleré el paso. Esta obstinada obsesión se sostenía en mi mente, inducida tal vez, por las trágicas noticias que llenaban los periódicos londinenses, con infinidad de hurtos y lo que era peor, las continuas desapariciones en los barrios marginales. Como antaño estudiante de cirugía, también conocía las muchas leyendas negras que pesaban sobre la universidad de medicina, respecto a tratos con ladrones de cadáveres. Era evidente, que no deseaba formar parte de aquella drástica situación, de la que probablemente me hubiera beneficiado en el pasado. Y a pesar de todo, aquella presencia se mantenía acechante, en oposición al avance hacia mi meta. Un ente que parecía vigilar cada uno de mis pasos vacilantes, lo que se tradujo en un estremecimiento inmediato, un terrible escalofrío que me detuvo en seco. Pero esta vez, descubrí la desgastada cartera de piel que guardaba en un bolsillo interno del abrigo y la puse a la altura de la cabeza, con el brazo extendido.
- ¡Señor, aquí tengo todo lo que llevo de valor! -Grité en un alarde de poca valentía.- ¡Es más, no dudaré en entregarle también mi reloj de bolsillo, sin denunciar, si no me causa lesión alguna!
De repente, tal y como había temido, surgió una figura ágil y fantasmal, que se abalanzó con celeridad por mi retaguardia. Su maniobra tan solo me permitió girarme, en busca del careo con aquel agresor que me embistió con denodada facilidad. Entonces, con un pequeño roce me hizo tambalearme y caer de espaldas como un peso plomizo. Por mi ebria torpeza, me encontraba tirado en el suelo a merced de aquel bribón que aprovechó el instante para asestarme, lo que interpreté como un certero golpe en el vientre. Durante angustiosos segundos, quedé indefenso y sin aliento. Para cuando había recuperado el aire, tan solo podía observar que el rufián se ocultaba bajo una mugrienta capa.
 - ¡Maldito seas, ratero del demonio! ¡Te ofrezco la cartera, bastardo! -Mantenía las manos apretadas contra el regazo.
Entonces, contemplé con impotencia como recogió esa misma cartera que había salido despedida y acto seguido, se desvanecía en la densidad de la noche. Después, busqué el apoyo con los brazos para incorporarme y el esfuerzo me provocó una molesta punzada. Fue en ese preciso instante, cuando intuí que aquel golpe en el abdomen no había sido sino una equina puñalada. Y las manos impregnadas de rojo corroboraban aquella horrible primera impresión. “¡Oh, por todos los santos!” Pensé, lamentándome con severidad. “¿Qué me ha hecho ese mal nacido?”
En aquel momento, me aterraba la idea de la hoja alcanzando algún órgano. Mas, por el foco del dolor pensé que tal vez hubiera pinchado el intestino, o dañado el páncreas. Entonces, descubrí la herida de más de tres centímetros. Un centenar de puntos rojos manchaban mi vientre pálido como un archipiélago en un macabro mapa de piel humana. El centro de este plano, era la misma fuente carmesí que brotaba sin remedio. Era imposible examinar aquella herida de forma correcta bajo la penumbra de aquel maldito barrio. Tampoco disponía de instrumental necesario para una sutura rápida. No se me ocurrió entonces otra cosa, que pellizcar la brecha y volver sobre mis pasos como un perro maltrecho. Bajo la presión del sobreesfuerzo, apreciaba el descenso de la temperatura del cuerpo, entumecido por la continua pérdida de sangre. Pero también una placentera satisfacción que me inundaba, cada vez que aquel líquido caliente empapaba mi ropa, la cual volvía a humedecerse al contacto con el frio del invierno. En aquellas drásticas circunstancias solo divagaba con autentico temor por la mi vida. Había olvidado inclusive el caso del duque O’Donoghue que me ocupaba en el día de mañana.
Al contemplar la luz de mi propia morada y sentir la calidez agradable de las estufas de aceite del interior, sentí un profundo desahogo. En aquella noche trágica, no habría más revuelos, porque Francisco dormía plácidamente. Así pues, me arrastre como un alma en pena hasta la biblioteca, eché tras de mí el cerrojo y encendí una solitaria vela para iluminar algunos instrumentos de cirugía, que reposaban inmóviles sobre una mesa de trabajo. Después de un examen, comprobé con alivio que se trataba de una herida superficial, un corte limpio que mi abrigo había frenado milagrosamente. De inmediato, resolví seis puntos de sutura sobre la carne insensible por el frio anestésico. Y por último, extendí una loción cicatrizante sobre aquella horrible herida que dejaría un feo recuerdo.
Cuando me hube asegurado de que no existían riegos, únicamente entonces, mi mente volvió a mi problema actual. Ya no me preocupaba si había salido ebrio de la taberna, pues la pérdida de sangre empeoraba sensiblemente la situación. Mi mano a la luz de la vela parecía situarme sobre un indomable terremoto. Y para empeorar las cosas, no disponía del tiempo suficiente para un sueño reparador. Tampoco mi pipa de opio, saciaría su necesidad más elemental. En ese instante, desvié la mirada de manera instintiva hacia un trocito de piel de cerdo revuelto entre las demás cosas de la mesa. Aún más, lo verdaderamente interesante se encontraba oculto en su interior. La bolsa cerrada con un cordel deshilachado contenía viruta negra, o lo que era lo mismo, el pétalo seco de una especie rara de flor llamada loto y que se recogía habitualmente en Oriente. Hacía algún tiempo además, había leído en un viejo manual botánico sobre las propiedades de esta exótica rareza. Cuanto menos, me habían parecido curiosos sus múltiples usos y efectos. Pero también, lo que sucedía con la toxina en un descuido prolongado. Si no recordaba mal, la sobredosis de su toxina podía producir aterradores pesadillas, o la horrible muerte de la conciencia humana. Sin embargo, me pareció lo más indicado en aquel instante de desesperación, creyendo que mitigaría mis adversidades. Así que preparé una pequeña cantidad precavidamente acompañada con corteza de sauce, un analgésico natural muy común. Luego, hice una infusión para una ingesta directa. Fue entonces, que me pude recostar apaciguadamente en el asiento de mi escritorio, procurando dormir el sueño que me permitieran las horas que me quedaban hasta el despuntar del alba. Entonces, el líquido caliente causó un inmediato efecto soporífero.
A pesar de todo, no dejaba de notar un extraño hormigueo por el vientre que se tornó en una sensación de agudo escozor. A continuación, pasó a un terrible ardor que me consumía el estómago, una incomodad que incrementó hasta forzarme a descubrir de nuevo la herida vendada. Cuál fue mi sorpresa entonces, al contemplar que la brecha había cicatrizado. Y no solo eso, sino que había desaparecido completamente. “Debe ser cosa del ungüento.” Cuestioné totalmente intrigado. “¿O tal vez sea cosa de la exótica flor?” Pero en seguida caí en la cuenta de que cualquiera de las posibilidades era milagrosa en tan sucinto tiempo. Y la sorpresa daba paso al horror cuando presencié una desagradable mancha verdosa, dibujada en el mismo lugar donde había estado la cicatriz. Aquel espeluznante verdor se extendió con celeridad por el resto del abdomen.
- Pero, ¿qué diantre está sucediendo…? -No esperaba que nadie me diera respuestas, ni siquiera si estuvieran presentes en aquella triste habitación, pues era prácticamente imposible encontrarla.
- ¡Robert, el carruaje del duque O’Donoghue está en la puerta! -Interrumpió una voz familiar al otro lado de la habitación, mientras golpeaban la puerta.
- ¿Francisco eres tú? -Pregunté desorientado.
- Doctor, creo que debería salir lo antes posible. -Al menos, parecía él.
Después de esas palabras, todo quedó en la más absoluta calma. Mi corazón se agitaba, bombeando cada vez más rápido. Lo más sensato era pensar que continuaba dormido, y bajo los efectos inducidos por el producto de Lacking.
- Doctor Robert, ¿está usted bien? -Esa voz persistía en regresar acompañada de los golpes que apremiaban con mayor intensidad en la puerta, en busca de una respuesta.
- No se preocupe Francisco, salgo enseguida. Vaya a avisar al cochero.
Tan rápido como mi fatiga me lo permitió, llegué hasta la ventana de la habitación para comprobar con mis propios ojos como la luz del alba despuntaba en el horizonte. Acto seguido, me deslicé hasta un espejo.
- ¡Oh por dios! -Grité tras observar mi propio reflejo.
- ¿Ocurre algo doctor? -El joven seguía escuchando desde detrás de la puerta.
- No… No, vaya rápido y avise, Francisco.
Estaba aterrado por la presencia que sustituía a mi reflejo, una monstruosa forma que no se parecía en nada a mi curtido rostro. Era más bien el dantesco reflejo de un reptil. Los surcos de las cuencas de los ojos estaban hinchados, oscurecidos y resaltaban de manera exagerada. La piel se había vuelto rugosa y de un color verde oscuro, parecido al del abdomen. Además, la forma de mi nariz se había perdido para dar paso a una protuberancia con el mismo color. E inmediatamente, intenté soltar un chillido de auxilio. Mas todo fue inútil. En mi desesperación, no pude pronunciar palabra, porque del interior de mi boca surgió un trozo de carne viscosa, una especie de lengua exagerada que me obligaba a babear copiosamente. Luego emití un sonido gutural, un rugido que partía de lo más profundo. No podía continuar viendo aquella diabólica imagen en el cristal.
- ¡Doctor Robert, debería salir ya! ¡El carruaje espera en la entrada! -Francisco se impacientaba haciendo caso omiso, de los sonidos que salían de aquellas fauces.- ¡Doctor Robert! ¡Doctor…! -Aquello debía ser una pesadilla del maldito loto y debía despertar cuanto antes.
- Doctor, ¿se encuentra usted bien? -La angustiada voz insistía al otro lado.
Por el contrario, yo permanecía sentado sobre el sillón. Estaba completamente bañado en un sudor frío y con la misma camisa empapada en sangre seca. Debajo, la herida tenía un aspecto horrible. Mas, para mi alivio y tranquilidad, tenía un aspecto común.

- Avise al cochero. -Balbuceé sin apenas aliento.– Dígales que vamos enseguida. –Entonces esperé en el asiento, mientras escuchaba como sus pasos se alejaban. 

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