Paseábanse juntos dos enamorados, por un sendero de una
verde campiña al norte, el cual conducía directo a la propiedad del padre de él.
Pasando de la mitad del camino, los jóvenes tropezaron con una deshabitada mansión
señorial de la que el muchacho parecía desconocer su existencia. Muy
envalentonado Julio alentó a su amante a pasar la noche en la vieja casa, pensando
en que disfrutarían de una atrevida aventura. Convencidos por su juventud o por
la inminente sensación de peligro ambos se adentraron en la ruina sin pensarlo.
La noche transcurrió despreocupada salvo por una acalorada
conversación en la que se decidía quién debía pasarla encima. Al despuntar el
día, alegre y jovial, abandonaron la vetusta mansión. De repente, el muchacho
reparó en que su compañera parecía diferente a la persona con la que había
llegado la tarde anterior. Por su parte, a ella le ocurría algo similar. Y
mientras recorrían el trayecto hasta la casa él no dejaba de fijar su atención en
un paisaje extrañamente desconocido. Es decir, que todo lo que le acompañó durante
su infancia ahora aparecía trastocado y muy lejano. Ambos pasaron junto el
desconocido riachuelo en el que el joven se bañó en otro tiempo. Subieron por una
desconocida pendiente en la que el muchacho corrió en su juventud. Y llegaron
ante una desconocida valla que le guardó en su niñez del mundo hostil. El perro,
que enseguida los percibió, fue el único sincero de aquella extraña situación,
pues había ladrado a unos completos desconocidos hasta que su potente olfato
los reconociera en la proximidad. Los ladridos del animal despertaron un temor
a perder la identidad.
Una vez dentro de la propiedad el padre los recibió en la
misma entrada y quedó fijando su atenta mirada sobre los recién llegados, pues
tampoco él lograba descifrar la identidad de estos, a pesar de la cercana
familiaridad que se extendía en su memoria. De hecho, eso era lo que salvaba la
cotidianeidad de aquellos individuos tan diferentes de quienes en el pasado, habían
sido su hijo y su nuera. Entonces, obvió los detalles y les hizo pasar con la
constancia de quien no ha percibido todos aquellos matices, procurando hacer que
se sintiesen cómodos en la casa hasta que llegara la hora de la cena. Durante
la cual, se desvelarían infinidad de incógnitas gracias a su experiencia.
Una vez habían llegado a la parte de la cena que más
gustaba a la joven, los postres, su amado reconoció a su persona en aquel gesto
y en seguida volvió a verla tal y como ocurriera justo al abandonar la mansión del
camino. Por todo esto, el muchacho no pudo aguantar más y actuó en
consecuencia. A pesar de la desconfianza que le producía todo el entorno
enrarecido, cambiante e irreconocible, decidió contar con la confianza de la
figura paterna. Con eso esperaba al menos responder a su consciencia perturbada
por los acontecimientos. El viejo oyó con cautela y tras finalizar el relato
dejó escapar una ligera mueca, una sonrisa que esbozaba un sentimiento de
aceptación. A continuación, también el padre decidió revelar a su hijo lo que a
él le había sucedido con su llegada. Nada más oír aquellas palabras, el hijo
increpó a su amada, echándole en cara que debió ofrecer mayor resistencia,
haber impedido la entrada en aquel lugar maldito. Para él estaba claro que la
mansión lo había estropeado todo.
Sin embargo, el dueño de la casa interrumpió la discusión
de los jóvenes y aclaró lo que estaba sucediendo. Primero, dejó entrever que el
problema no residía en el lugar que visitaron, pues la mansión siempre había
estado plantada en aquel sitio, aunque el joven no lo recordase. Y segundo, les
aclaró que el mayor inconveniente había estado con ellos mismos, ya que sólo en
la madurez debían alcanzar la plenitud de la percepción cotidiana. De este modo, fue más sencillo para la pareja comprender el cambio como única constante.
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