La fiebre no daba señales de desaparecer tras
del horripilante sueño. Tampoco mostraba síntomas de revocar en un breve periodo.
Sabía que precisaba más descanso y reposo. Por contra, las cosas no habían
hecho más que empeorar, desde la llegada de aquel insolente mensajero a la
taberna del inmigrante irlandés. El viaje al lugar más distinguido de Londres
se terciaba como una auténtica odisea. Solo amenizaba aquel insufrible trasiego
la charla con el lozano español que escuchaba con gran interés hasta el último
detalle del relato de mi espantosa visión. Y cuando hube acabado, sentenció con
tono enigmático.
- Piel de sapo. -Luego enmudeció.
- ¿Cómo decís? –Pregunté a pesar de tener un vago
presentimiento de hacia dónde se dirigían los derroteros de aquel descuido por
mi parte.
- Sí, piel de sapo. –Insistió él.- Su
pesadilla me recuerda a las terribles visiones de las víctimas de Agaliaretph.
- Yo diría más bien, que es otra forma de
embaucar a los ingenuos como usted. -Corté tajante a su palabrería.
El joven cambió el semblante de inmediato, mostrándose
incómodo por mi ofensa. Había captado rápidamente que mi pasión por sus cuentos
no me servían de gran ayuda. Por ello, evité prolongar la incomodidad de la
situación perdiendo la mirada por la ventanilla. Me distraía al observar como
cruzábamos uno de los pasos por el Támesis. Entonces, me percaté en que la
mayoría de comercios aún permanecían cerrados. Tan solo los barcos, que
ascendían por el río, insuflaban vida a una mañana que comenzaba trémula y
nublada.
- ¿Se puede saber dónde diantres has leído
tal cosa? -Retomé la conversación exasperado por cierta curiosidad ridícula,
por arrastrados temores nocturnos.
- En la ciudad de Toledo. –Contestó sobriamente.-
Hace algunos años, pude visitar una vieja sinagoga en la antigua judería de aquella
ciudad de España. Allí fue donde me topé con un viejo manuscrito escrito en caracteres
árabe y anterior al culto del profeta Mahoma, incluso al propio cristianismo. -Soltó
aquella frase con denodado cuidado, aun temeroso por mal genio que había demostrado
pocos segundos antes.- Es probable que aquellos cultos se originasen en torno
al consumo de ciertos venenos, muy habituales del Asia Oriental.
- ¿Y a caso debo pagarte por tu exposición?
–Su cuidada brevedad me exasperó.
- Lo siento mucho, señor Scott, pero no pude
profundizar todo lo que quise en aquel apócrifo manuscrito, pues se trataba de
un incunable en bastante mal estado. -Se excusó.– Sin embargo, en otra ocasión
me pareció haber leído que Agaliaretph era considerado el señor de la magia oscura,
durante la baja edad media.
- ¡Ah, mi joven amigo! -Dije en tono de
sorna.- Ya veo que anoche no tuvisteis suficiente ración y por ello, hoy os desperezáis
con ganas de más. –Me sentía indignado por la credulidad del joven.- ¿Acaso esta
entidad puede habitar un cuerpo? ¿Me poseerá? ¿O tal vez entrará en mí a través
de una maldita hoja oxidada? –A pesar de mi cautela inicial en no revelar más
que mi pesadilla, mis palabras bullían de mi boca como lo hiciera la sangre de
la herida.
- Bueno… Eso es más o menos lo que dice la
maldición. -Su voz salió entrecortada por mis reiteradas faltas.- Los textos
mencionan que la entidad podía ser invocada sobre cualquier objeto. Y que estas
terribles visiones las sufrían aquellos que eran tocadas por su mano.
La respuesta me acongojó en sobremanera. Por
un instante, llegué a pensar que aún permanecía sumido en una pesadilla, apoltronado
en el sillón de mi despacho.
- ¡Ya está bien! ¡He oído suficiente! -Lo
atravesé con una mirada fulminante.- ¿Sabéis que pienso? Creo que tan solo te
has llenado la cabeza de cuantos que no son útiles para la práctica de la medicina.
¡No volveremos a mencionar más nada respecto a maldiciones, milagros o invocaciones!
–Enfaticé la reprimenda con aireados gestos.
- Como quiera, señor. –Respondió el joven en
tono sumiso.
El muchacho menguó de repente sobre su
asiento y evadió la atención por la ventana. Mantenía su esquiva mirada fija en
el horizonte, dejando que la luz rojiza de la mañana le bañaba el rostro. Aquel
resplandor le confería un aura de madurez en los marcados pliegues de su
rictus. En ese momento, sentí un inmediato respeto por él. Sin darme cuenta el
noble ingenuo que llegó de España se había convertido en un gran cirujano, puesto
que ya había aprendido todo lo que yo sabía, convirtiéndose además, en lo más
parecido a un hijo.
- Francisco. –Empecé mis disculpas.- Lamento
mi falta de modales.
- Pierda cuidado, señor. He imaginado que
anoche estuvo ocupado y no descansó lo suficiente. Además, está la operación
del duque que es una importante oportunidad de reparar su reputación. -A pesar
de mi estulto espectáculo, el joven hablaba de forma acertada.- La presión nos
pasa factura a todos, señor. -Y no le faltaba razón.
Sin embargo, toda aquella muestra de
comprensión no me empujaban a confiarle el secreto de la verdadera preocupación
que se ocultaba bajo mi camisa. Mas con la acalorada discusión no me había
percatado en que habíamos dejado atrás la conglomeración de la ciudad. Aquí y
allá se encontraban campiñas gobernadas por exquisitas construcciones,
decoradas con columnas dóricas en sus fachadas de estilo clásico. Y la verdad
es que no podíamos llegar con mayor exactitud, pues en cuanto el astro rey hubo
mostrado su mejor cara, asomó en el horizonte la celosía forjada de la entrada,
con el emblema de los O’Donoghue, guardando celosamente su enorme mansión. Tras
superar la verja, recorrimos un camino de tierra polvorienta. Este sendero
discurría hasta la puerta principal de la casa, delimitado por prolongadas
hileras de setos a ambos lados del trayecto. Estos muros de vegetación estaban
cuidadosamente recortados, proyectando asombrosas formas, algunas de las
cuales, recordaban a tenebrosas figuras de gigantescos reptiles. Ya enfrente
del edificio, la vetusta fachada de ladrillos de la mansión permanecía oculta
bajo verdaderas paredes de frondosa hiedra. En aquel instante, podía sentir
como la gran construcción nos vigilaba con sus decenas de ventanales que no nos
perdían de vista. El carruaje nos transportó hasta la misma entrada de la que
descendía una hermosa escalinata de mármol. Y justo delante, destacaba una
enorme fuente con una escultura apolínea, salpicada de un verdoso musgo.
Del escaso grupo que allí nos recibió, enseguida
se anticiparon un par de mayordomos, preocupados en ayudarnos a que nos
apeáramos, acompañando sus movimientos de reverenciales gestos. También nos
recibían, algo más recelosos, tres jóvenes que reconocí por su vestuario. Eran
parte del séquito médico del duque. Y uno de ellos, secundado por los dos
restantes, se adelantó para presentarse con una reverencia forzada.
- Bienvenido, señor Scott. Soy Alam, ayudante
del doctor Dorwen. -Era la mano derecha del doctor Dorwen.
- Por favor, llámeme Robert. –Giré la vista
hacia mi acompañante.- Este es don Francisco de Gonzálvez, hijo de los
Gonzálvez de España y mi joven aprendiz.
- Es un placer, don Francisco.- Acompañó sus
palabras una vez más, de una ligera reverencia.
- Por favor, trátenme como a un igual, señores.
-Era estupendo comprobar que mi joven amigo, siempre guardaba sus modales en
los mejores bolsillos de todos los trajes que lo vestían. Y si la fiebre atroz no
me lo hubiese impedido, habría afirmado en aquel momento, que se trataba del
estudiante más destacado de Inglaterra.
- Está bien, como quieran. -Respondió Alam
desconcertado por tanta condescendencia. A continuación, señaló al resto de
acompañantes.– Pues estos son los doctores William y Stephen. -Nos dimos por
presentados rápidamente, con sendos ademanes de fingida caballerosidad.
- El doctor Dorwen está tratando en estos
momentos al duque. –Indicó el acólito de Reginald.- Si quieren hacer el favor
de seguirme, les acompañaré hasta la misma entrada de la cámara.
En los semblantes de aquellos jóvenes doctores
pude apreciar de forma clara, que ninguno deseaba perder la fuente de sus
ingresos. Verdaderamente estaban desesperados por verme examinando al amo de
todo lo que contemplábamos, lo antes posible.
- ¿La esposa del señor, no se encuentra en casa?
-Pregunté mientras caminábamos. De hecho, y si mi calenturienta memoria no me
fallaba, recordaba a varios hijos reconocidos del duque O’Donoghue.
- Doña Virginia se hospeda en un hotel del
centro, desde hace algún tiempo. Debe saber que no queremos correr riesgos, pues
desconocemos si lo que el duque ha contraído puede ser contagioso. -Respondió
Alam.
- ¿Y el resto de la familia? -Persistí.
- El resto, es muy probable que se encuentre
en viajes de negocios o visitas protocolarias. Los hijos del señor duque
realizan importantes labores diplomáticas para la patria en el extranjero.
No era de extrañar que aquel hombre pudiera
morir completamente solo. ¿Qué se podía esperar de un lugar en el que tan solo
se respiraba vacío? Ante el peligro de la desconocida enfermedad, los
habitantes de aquella casa recelaban perennes por interés, porque estaban
disecados, o hechos de piedra caliza. A lo sumo, todas las salas derrochaban
opulencia. También observé que las cortinas impedían la entrada de la luz exterior.
Y por ende, cuanto más avanzábamos más se acusaba la imperiosa necesidad de velas
o lámparas de gas que evitaran la penumbra. No por ello, estos focos dejaban de
imponer una luz mortecina sobre todas las formas muertas que abundaban en la
casa, proyectando multitud de fantasmas en las ricas paredes. A todo aquello, había
que sumar el fuerte aroma a rancio que flotaba en aquel ambiente de
desesperación. Con aquella visión la mansión nos hacíamos una idea metafórica del
nefasto estado de su dueño y señor.
- Es aquí. Esperen un momento por favor. -Señaló
Alam.
El doctor nos había escoltado hasta la susodicha
entrada a la cámara. Pero en aquel instante, ya hacía acto de presencia la
figura de Reginald Dorwen por ella con un semblante blanquecino. Cuando su
figura espigada se aproximó con paso errático, posó la mirada sobre mi persona
como solo lo hace un verdugo. Sin embargo, en la proximidad sus ojos reflejaban
el espanto contagioso del resto del palacio.
- Profesor Dorwen, los doctores han llegado
hace un momento. -Informó su acolito como un obediente can.
- Gracias Alam. Que lleven el resto del
instrumental a la sala y preparen las luces para la operación. El duque ya está
sedado. -Luego volvió la mirada.– Bienvenidos, doctor Scott y compañía. Como
comprobará en seguida, hemos preparado una sala amplia en una de las cámaras
principales.
- Gracias, doctor Dorwen. –Contesté con la
misma cortesía enmascarada.– Ya debe conocer a mi aprendiz, el joven noble de
España, Don Francisco de Gonzálvez. -Señalé esta vez con orgullo.- Estoy seguro
que se sentirá igual de cómodo si le dispensan el mismo trato que a mí.
Había olvidado hasta el momento la fiebre,
tal vez distraído por las extrañas visiones que evocaban los salones previos.
Pero la imagen del cretino de Reginald nada más entrar había funcionado como un
interruptor que activó de nuevo mi angustia. Su presencia simplemente, funcionaba
como un profundo malestar.
- Es un placer, caballero. –Saludó Dorwen al
joven.
- El placer es mío. -Contestó amable
Francisco.- Robert me ha hablado mucho de usted.
- Imagino que el doctor Robert guarda
bastantes anécdotas del pasado. -Sus medidas y cuidadas palabras me despertaban
una inmensa acritud.- Pues antaño éramos compañeros en la universidad de
Londres.
Era evidente que había tenido tiempo para
refinar sus modales junto a diplomáticos y aristócratas. Tiempo en el que
habría aprendido a guardar las formas, pero no a acrecentar sus obsoletos
conocimientos.
- Efectivamente, guardo algunos gratos
recuerdos. –Respondí por alusión.- Y otros no tan gratos.
- Sin embargo, debemos dejar a parte viejas
rencillas del pasado. –Desvió la conversación del posible tema candente.- Lo
importante en este instante, es el interés común que nos lleva a trabajar en
conjunto. –Entonces puso un marcado énfasis en la conciliadora frase.– Doctor
Robert, en primer lugar, y en nombre de la familia, quiero agradecerle que haya
accedido a venir en ayuda del duque. Si todo esto sale bien, dios lo quiera, su
familia lo tendrá muy en cuenta para el futuro.
- Me hubiera sido imposible no aceptar,
después de la insistencia con la que el mensajero me lo ha rogado. -Encontré
cierta sensación de satisfacción al regodearme en su fingido servilismo. Por el
contrario, el truhan seguía manteniendo las apariencias de manera estoica. Por
mi parte, disfrutaba de una agradable venganza, después de años, resumida en
una fracción de conversación. Tenía a mí merced a aquel bribón que en otros
tiempos no había dudado en el uso de la mala praxis, para llegar donde estaba. -
¿Y qué más debo saber de lo que no haya sido informado?
- Por el momento, -comenzó con alivio en el
rostro- solo puedo decirle que el señor O’Donoghue llegó en Enero de su viaje,
con una profunda dolencia en el estómago. En seguida, deduje que se trataba de la
ingesta de algún alimento, debido la insalubridad de aquel país. Ergo, hice
algunas pruebas y le receté unas infusiones en ayuno, algo con lo que purgarle
de posibles toxinas. Acto seguido, le recomendé una estricta dieta. Pero a
principios de Febrero dejó de comer sin más. Repetía que había perdido el
apetito y por el contrario, su barriga no dejaba de hincharse. Con el tiempo,
descubrimos horrorizados que le había crecido además una extraña protuberancia
en el costado. No sabíamos si existía la posibilidad de que el duque hubiera
adquirido una infección endémica de la India. Así que tomamos ciertas
precauciones, con respecto al resto de los componentes familiares.
- Así que inapetencia. –Anotó Francisco sin pretensión
de interrumpir, como un pensamiento en voz alto. –Eso podría derivar en una
incipiente anemia.
- Si, y por eso mismo, decidimos realizarle los
drenados con grandes cantidades de trasfusiones, de algunos de los miembros compatibles
con su grupo. Por desgracia, y como obvio, nada de esto daba resultado.
- Deberían haber extirpado el bulto. –Espeté con
contundencia.
- ¿Cómo dice, doctor Scott? –Su semblante se
tornó confuso.
- Digo que debían haber extirpado entonces.
-Además de inepto parecía teniente.- No deseo que algo así ocurra pero… ¿me
puede explicar que sucederá si el duque muere durante mi intervención? -Todos los
presentes se mantenían en un incómodo silencio, como si la pregunta les hubiese
estallado.
- ¿Qué está insinuando, doctor? No podía
operar al duque sin haber probado antes otras alternativas menos agresivas. -Aquella
frase me resultó grácil a tenor del desconocimiento que mostraba sobre el caso.-
Desconocemos por completo el origen de la malformación. Así que tomé la
decisión de mandar a uno de mis ayudantes a indagar sobre sus propias
investigaciones en la materia.
- Puesto que su interés eran mis estudios,
pudo haber tratado conmigo de forma directa. -Los ojos de Reginald casi se
salían de sus orbitas y en seguida, su semblante se tornó más serio aún si
podía.
- Creo que no me equivoco si afirmo que eso,
en este preciso instante, no tiene la más mínima importancia. -Mantuvo un
pequeño silencio de cautela.– Como decía, mis ayudantes encontraron algo sobre
sus viajes a Francia y Alemania, donde obtuvo cierta información de cirujanos
que habían tratado con varios pacientes y diferentes tipos de protuberancias,
la cuales, en su mayoría, acabaron con la muerte de los enfermos.
- Me alegra que me refresque mis propias
palabras. –Pretendía ser irónico.
En efecto, no me suponía un gran esfuerzo recordar
esos viajes a pesar de la fiebre. El año pasado, sin ir más lejos, había
expuesto en un varios simposios algunas tesis sobre la cirugía que se aplica en
dichos países.
- Ahora, el señor O’Donoghue está pasando por
unos momentos bastantes delicados. –Continuó como si nada Reginald con su
perorata.– Hace tan solo unos segundos, he tenido que sedarlo con cloroformo y
permanece completamente dormido en la cámara contigua. Me gustaría que lo
examinara al menos. Si esto no supone un problema para usted, doctor Scott.
- No sería medico si me negara a ello. Sin
embargo, deseo entrar primeramente yo solo, para reconocerlo.
Con aquella estulta excusa pretendía ganar
unos minutos para examinarme. Tampoco podía permitir que el séquito medico
viera como mi pulso se descontrolaba en el caso de tener que usar el bisturí,
algo que parecía inamovible.
- Cuando haya acabado el diagnostico, podrán
entrar todos los demás.
- Me parece innecesario pero si así lo desea,
doctor Scott, no objetaré nada al respecto. -El fanfarrón de Reginald Dorwen
estaba tan desesperado que accedió sin dudarlo.
Poco después, el equipo al completo empezó
deambular de un lado para otro como polillas que revolotean alrededor de una luz.
Y ese foco que atraía irremediablemente a aquellos insectos era Dorwen, quien
avanzaba como si mantuviera una falsa compostura. Por mi parte, estaba encantado
de observar como el grupo de rapiñas dependía de mis cualidades. Así que busqué
en mi maletín, mientras dejaba escapar una mueca risueña. En ese instante, Francisco
se aproximó, percatado de mi expresión inverosímil en unas circunstancias tan
apremiantes. Durante la tensa conversación, había notado como el joven español atendía
la mayor parte del tiempo con la quietud que lo caracteriza. Pero en algunas ocasiones
me había observado con profunda fijación. Con un desconcierto extraño sobre mi
persona.
- Doctor Robert, ¿qué le ocurre? Su rostro parece
tan pálido como el de las estatuas de este palacio. -Reparó en un consternado
susurro.
- Más tarde le daré las pertinentes
explicaciones. -Apremié al muchacho.
Así pues, fui el primero en entrar a aquella
sala contigua, donde no esperaba ver lo que aún estaba por llegar.