domingo, 31 de julio de 2016

Relato: Piel de sapo. Capítulo 4

Tras la puerta se descubría inmediatamente un foco de luz que iluminaba el centro de la cámara. El duque descansaba sobre un catre totalmente inmóvil. Y junto a esta camilla también observé algunos instrumentos bien preparados sobre una mesilla de metal. El cuerpo sedado permanecía cubierto por una impoluta sábana blanca hasta el cuello, dibujándole una abultada barriga. Era sorprendente contemplar hasta qué punto se había hinchado aquel hombre, que parecía haberse tornado en un batracio gigantesco. En seguida me percaté del calor concentrado en la sala, que llegaba insuflado con fuerza desde las calderas del palacio. Por ello, la temperatura parecía más elevada que en ninguna otra habitación. Entonces, comencé a sudar de forma descontrolada, mientras me aproximaba al cuerpo.
- Veamos que tenemos por aquí. -Resolví retirar la sabana enseguida, fruto de la curiosidad.– ¡Por todos los santos!
Bajo la sábana la piel de aquel hombre se volvía de un color verdoso, justo alrededor de una pequeña protuberancia del tamaño de una nuez. La visión tan desconcertante me resultaba bastante próxima. Tal vez, movido por el desconcierto, resolví rápidamente que debía cercenar aquella malformación para que su estómago volviera a la normalidad. Me encontraba absorto en el hipnótico punto verde.  
Convencido de que no podía permitir que el duque muriese en mis manos, de que no debía librar de la culpa a Dorwen por su ineptitud, tomé un escalpelo de la mesita, aspiré una profunda bocanada de aire y lo apoyé sobre la carne entumecida. Acto seguido, lo hundí con cuidado, penetrando suavemente en la carne abultada. De repente, brotó una pequeña gota de sangre que cayó en forma de hilo rojo. Y un sudor helado recorrió mi frente a la vez que se detenía en las pobladas cejas. Entonces, el color verde del quiste se extendió por la inflada barriga tan rápido, como caía el chorro. El líquido inicialmente carmesí que había brotado dibujó una extraña línea por donde había pasado. Así que decidí cortar también toda aquella superficie contagiada.
- ¿Doctor Robert? ¿Le ocurre algo? –Había perdido la noción del tiempo transcurrido en aquel maldito infierno.
La sangre manaba de su piel tiñendo el resto del cuerpo del mismo verde. Por ello, no tenía más remedio que continuar cortando hasta separar la parte contagiada del resto del cuerpo sano. Un amasijo de miembros asomaban por la herida entreabierta que se había formado en la barriga. Los intestinos se desplazaron por la abertura. Y en seguida, se oyó un sonido de salpicaduras que chocaban contra el mármol del suelo.
- ¡Oh, dios santo, Robert! ¿Pero qué está haciendo? -Oí de nuevo la voz.
El verdor se prolongó a todos los órganos internos, extendiendo una forma escamosa al resto de la piel.
- ¡Robert, por Dios deje enseguida el escalpelo!
Inmediatamente sentí una mano en el hombro que me recordó el intenso dolor del abdomen y un ardor candente. Las mandíbulas me resonaban en la profundidad de los oídos como un incesante martilleo, a la vez que no dejaba de temblar con repetidas convulsiones. Ante mí, yacía el cuerpo del duque O’Donoghue completamente destrozado. Mas para mi asombro no mostraba el más mínimo rastro de aquellas malditas manchas que tanto me obsesionaran. Entonces, decidí girarme para tropezar con la mirada desencajada de Francisco. Y tras superar su asustado semblante, pude reconocer al miserable de Reginald, junto Alam y el resto del séquito que asomaban sus asombrados rostros por la puerta entre abierta.
- ¿Pero que ha hecho doctor? -Insistió Francisco a mi lado.
Todos permanecían en pie, impávidos como estatuas, perplejos ante la abominable casquería, y sin una explicación razonable para aquella inesperada escena. Y en aquel instante de incertidumbre, los tremendos ardores tan solo me permitían articular esas palabras que tanto se repetían en mi febril mente. 
- Piel de sapo… 

domingo, 24 de julio de 2016

Relato: Piel de sapo. Capítulo 3

La fiebre no daba señales de desaparecer tras del horripilante sueño. Tampoco mostraba síntomas de revocar en un breve periodo. Sabía que precisaba más descanso y reposo. Por contra, las cosas no habían hecho más que empeorar, desde la llegada de aquel insolente mensajero a la taberna del inmigrante irlandés. El viaje al lugar más distinguido de Londres se terciaba como una auténtica odisea. Solo amenizaba aquel insufrible trasiego la charla con el lozano español que escuchaba con gran interés hasta el último detalle del relato de mi espantosa visión. Y cuando hube acabado, sentenció con tono enigmático.
- Piel de sapo. -Luego enmudeció.
- ¿Cómo decís? –Pregunté a pesar de tener un vago presentimiento de hacia dónde se dirigían los derroteros de aquel descuido por mi parte.
- Sí, piel de sapo. –Insistió él.- Su pesadilla me recuerda a las terribles visiones de las víctimas de Agaliaretph.
- Yo diría más bien, que es otra forma de embaucar a los ingenuos como usted. -Corté tajante a su palabrería.
El joven cambió el semblante de inmediato, mostrándose incómodo por mi ofensa. Había captado rápidamente que mi pasión por sus cuentos no me servían de gran ayuda. Por ello, evité prolongar la incomodidad de la situación perdiendo la mirada por la ventanilla. Me distraía al observar como cruzábamos uno de los pasos por el Támesis. Entonces, me percaté en que la mayoría de comercios aún permanecían cerrados. Tan solo los barcos, que ascendían por el río, insuflaban vida a una mañana que comenzaba trémula y nublada.
- ¿Se puede saber dónde diantres has leído tal cosa? -Retomé la conversación exasperado por cierta curiosidad ridícula, por arrastrados temores nocturnos.
- En la ciudad de Toledo. –Contestó sobriamente.- Hace algunos años, pude visitar una vieja sinagoga en la antigua judería de aquella ciudad de España. Allí fue donde me topé con un viejo manuscrito escrito en caracteres árabe y anterior al culto del profeta Mahoma, incluso al propio cristianismo. -Soltó aquella frase con denodado cuidado, aun temeroso por mal genio que había demostrado pocos segundos antes.- Es probable que aquellos cultos se originasen en torno al consumo de ciertos venenos, muy habituales del Asia Oriental.
- ¿Y a caso debo pagarte por tu exposición? –Su cuidada brevedad me exasperó.
- Lo siento mucho, señor Scott, pero no pude profundizar todo lo que quise en aquel apócrifo manuscrito, pues se trataba de un incunable en bastante mal estado. -Se excusó.– Sin embargo, en otra ocasión me pareció haber leído que Agaliaretph era considerado el señor de la magia oscura, durante la baja edad media.
- ¡Ah, mi joven amigo! -Dije en tono de sorna.- Ya veo que anoche no tuvisteis suficiente ración y por ello, hoy os desperezáis con ganas de más. –Me sentía indignado por la credulidad del joven.- ¿Acaso esta entidad puede habitar un cuerpo? ¿Me poseerá? ¿O tal vez entrará en mí a través de una maldita hoja oxidada? –A pesar de mi cautela inicial en no revelar más que mi pesadilla, mis palabras bullían de mi boca como lo hiciera la sangre de la herida.
- Bueno… Eso es más o menos lo que dice la maldición. -Su voz salió entrecortada por mis reiteradas faltas.- Los textos mencionan que la entidad podía ser invocada sobre cualquier objeto. Y que estas terribles visiones las sufrían aquellos que eran tocadas por su mano.
La respuesta me acongojó en sobremanera. Por un instante, llegué a pensar que aún permanecía sumido en una pesadilla, apoltronado en el sillón de mi despacho.
- ¡Ya está bien! ¡He oído suficiente! -Lo atravesé con una mirada fulminante.- ¿Sabéis que pienso? Creo que tan solo te has llenado la cabeza de cuantos que no son útiles para la práctica de la medicina. ¡No volveremos a mencionar más nada respecto a maldiciones, milagros o invocaciones! –Enfaticé la reprimenda con aireados gestos.
- Como quiera, señor. –Respondió el joven en tono sumiso.
El muchacho menguó de repente sobre su asiento y evadió la atención por la ventana. Mantenía su esquiva mirada fija en el horizonte, dejando que la luz rojiza de la mañana le bañaba el rostro. Aquel resplandor le confería un aura de madurez en los marcados pliegues de su rictus. En ese momento, sentí un inmediato respeto por él. Sin darme cuenta el noble ingenuo que llegó de España se había convertido en un gran cirujano, puesto que ya había aprendido todo lo que yo sabía, convirtiéndose además, en lo más parecido a un hijo.
- Francisco. –Empecé mis disculpas.- Lamento mi falta de modales.
- Pierda cuidado, señor. He imaginado que anoche estuvo ocupado y no descansó lo suficiente. Además, está la operación del duque que es una importante oportunidad de reparar su reputación. -A pesar de mi estulto espectáculo, el joven hablaba de forma acertada.- La presión nos pasa factura a todos, señor. -Y no le faltaba razón.
Sin embargo, toda aquella muestra de comprensión no me empujaban a confiarle el secreto de la verdadera preocupación que se ocultaba bajo mi camisa. Mas con la acalorada discusión no me había percatado en que habíamos dejado atrás la conglomeración de la ciudad. Aquí y allá se encontraban campiñas gobernadas por exquisitas construcciones, decoradas con columnas dóricas en sus fachadas de estilo clásico. Y la verdad es que no podíamos llegar con mayor exactitud, pues en cuanto el astro rey hubo mostrado su mejor cara, asomó en el horizonte la celosía forjada de la entrada, con el emblema de los O’Donoghue, guardando celosamente su enorme mansión. Tras superar la verja, recorrimos un camino de tierra polvorienta. Este sendero discurría hasta la puerta principal de la casa, delimitado por prolongadas hileras de setos a ambos lados del trayecto. Estos muros de vegetación estaban cuidadosamente recortados, proyectando asombrosas formas, algunas de las cuales, recordaban a tenebrosas figuras de gigantescos reptiles. Ya enfrente del edificio, la vetusta fachada de ladrillos de la mansión permanecía oculta bajo verdaderas paredes de frondosa hiedra. En aquel instante, podía sentir como la gran construcción nos vigilaba con sus decenas de ventanales que no nos perdían de vista. El carruaje nos transportó hasta la misma entrada de la que descendía una hermosa escalinata de mármol. Y justo delante, destacaba una enorme fuente con una escultura apolínea, salpicada de un verdoso musgo.
Del escaso grupo que allí nos recibió, enseguida se anticiparon un par de mayordomos, preocupados en ayudarnos a que nos apeáramos, acompañando sus movimientos de reverenciales gestos. También nos recibían, algo más recelosos, tres jóvenes que reconocí por su vestuario. Eran parte del séquito médico del duque. Y uno de ellos, secundado por los dos restantes, se adelantó para presentarse con una reverencia forzada.
- Bienvenido, señor Scott. Soy Alam, ayudante del doctor Dorwen. -Era la mano derecha del doctor Dorwen.
- Por favor, llámeme Robert. –Giré la vista hacia mi acompañante.- Este es don Francisco de Gonzálvez, hijo de los Gonzálvez de España y mi joven aprendiz.
- Es un placer, don Francisco.- Acompañó sus palabras una vez más, de una ligera reverencia.
- Por favor, trátenme como a un igual, señores. -Era estupendo comprobar que mi joven amigo, siempre guardaba sus modales en los mejores bolsillos de todos los trajes que lo vestían. Y si la fiebre atroz no me lo hubiese impedido, habría afirmado en aquel momento, que se trataba del estudiante más destacado de Inglaterra. 
- Está bien, como quieran. -Respondió Alam desconcertado por tanta condescendencia. A continuación, señaló al resto de acompañantes.– Pues estos son los doctores William y Stephen. -Nos dimos por presentados rápidamente, con sendos ademanes de fingida caballerosidad.
- El doctor Dorwen está tratando en estos momentos al duque. –Indicó el acólito de Reginald.- Si quieren hacer el favor de seguirme, les acompañaré hasta la misma entrada de la cámara.
En los semblantes de aquellos jóvenes doctores pude apreciar de forma clara, que ninguno deseaba perder la fuente de sus ingresos. Verdaderamente estaban desesperados por verme examinando al amo de todo lo que contemplábamos, lo antes posible.
- ¿La esposa del señor, no se encuentra en casa? -Pregunté mientras caminábamos. De hecho, y si mi calenturienta memoria no me fallaba, recordaba a varios hijos reconocidos del duque O’Donoghue.
- Doña Virginia se hospeda en un hotel del centro, desde hace algún tiempo. Debe saber que no queremos correr riesgos, pues desconocemos si lo que el duque ha contraído puede ser contagioso. -Respondió Alam.
- ¿Y el resto de la familia? -Persistí.
- El resto, es muy probable que se encuentre en viajes de negocios o visitas protocolarias. Los hijos del señor duque realizan importantes labores diplomáticas para la patria en el extranjero.
No era de extrañar que aquel hombre pudiera morir completamente solo. ¿Qué se podía esperar de un lugar en el que tan solo se respiraba vacío? Ante el peligro de la desconocida enfermedad, los habitantes de aquella casa recelaban perennes por interés, porque estaban disecados, o hechos de piedra caliza. A lo sumo, todas las salas derrochaban opulencia. También observé que las cortinas impedían la entrada de la luz exterior. Y por ende, cuanto más avanzábamos más se acusaba la imperiosa necesidad de velas o lámparas de gas que evitaran la penumbra. No por ello, estos focos dejaban de imponer una luz mortecina sobre todas las formas muertas que abundaban en la casa, proyectando multitud de fantasmas en las ricas paredes. A todo aquello, había que sumar el fuerte aroma a rancio que flotaba en aquel ambiente de desesperación. Con aquella visión la mansión nos hacíamos una idea metafórica del nefasto estado de su dueño y señor.
- Es aquí. Esperen un momento por favor. -Señaló Alam.
El doctor nos había escoltado hasta la susodicha entrada a la cámara. Pero en aquel instante, ya hacía acto de presencia la figura de Reginald Dorwen por ella con un semblante blanquecino. Cuando su figura espigada se aproximó con paso errático, posó la mirada sobre mi persona como solo lo hace un verdugo. Sin embargo, en la proximidad sus ojos reflejaban el espanto contagioso del resto del palacio.
- Profesor Dorwen, los doctores han llegado hace un momento. -Informó su acolito como un obediente can.
- Gracias Alam. Que lleven el resto del instrumental a la sala y preparen las luces para la operación. El duque ya está sedado. -Luego volvió la mirada.– Bienvenidos, doctor Scott y compañía. Como comprobará en seguida, hemos preparado una sala amplia en una de las cámaras principales.
- Gracias, doctor Dorwen. –Contesté con la misma cortesía enmascarada.– Ya debe conocer a mi aprendiz, el joven noble de España, Don Francisco de Gonzálvez. -Señalé esta vez con orgullo.- Estoy seguro que se sentirá igual de cómodo si le dispensan el mismo trato que a mí.
Había olvidado hasta el momento la fiebre, tal vez distraído por las extrañas visiones que evocaban los salones previos. Pero la imagen del cretino de Reginald nada más entrar había funcionado como un interruptor que activó de nuevo mi angustia. Su presencia simplemente, funcionaba como un profundo malestar.
- Es un placer, caballero. –Saludó Dorwen al joven.
- El placer es mío. -Contestó amable Francisco.- Robert me ha hablado mucho de usted.
- Imagino que el doctor Robert guarda bastantes anécdotas del pasado. -Sus medidas y cuidadas palabras me despertaban una inmensa acritud.- Pues antaño éramos compañeros en la universidad de Londres.
Era evidente que había tenido tiempo para refinar sus modales junto a diplomáticos y aristócratas. Tiempo en el que habría aprendido a guardar las formas, pero no a acrecentar sus obsoletos conocimientos. 
- Efectivamente, guardo algunos gratos recuerdos. –Respondí por alusión.- Y otros no tan gratos.
- Sin embargo, debemos dejar a parte viejas rencillas del pasado. –Desvió la conversación del posible tema candente.- Lo importante en este instante, es el interés común que nos lleva a trabajar en conjunto. –Entonces puso un marcado énfasis en la conciliadora frase.– Doctor Robert, en primer lugar, y en nombre de la familia, quiero agradecerle que haya accedido a venir en ayuda del duque. Si todo esto sale bien, dios lo quiera, su familia lo tendrá muy en cuenta para el futuro.
- Me hubiera sido imposible no aceptar, después de la insistencia con la que el mensajero me lo ha rogado. -Encontré cierta sensación de satisfacción al regodearme en su fingido servilismo. Por el contrario, el truhan seguía manteniendo las apariencias de manera estoica. Por mi parte, disfrutaba de una agradable venganza, después de años, resumida en una fracción de conversación. Tenía a mí merced a aquel bribón que en otros tiempos no había dudado en el uso de la mala praxis, para llegar donde estaba. - ¿Y qué más debo saber de lo que no haya sido informado?
- Por el momento, -comenzó con alivio en el rostro- solo puedo decirle que el señor O’Donoghue llegó en Enero de su viaje, con una profunda dolencia en el estómago. En seguida, deduje que se trataba de la ingesta de algún alimento, debido la insalubridad de aquel país. Ergo, hice algunas pruebas y le receté unas infusiones en ayuno, algo con lo que purgarle de posibles toxinas. Acto seguido, le recomendé una estricta dieta. Pero a principios de Febrero dejó de comer sin más. Repetía que había perdido el apetito y por el contrario, su barriga no dejaba de hincharse. Con el tiempo, descubrimos horrorizados que le había crecido además una extraña protuberancia en el costado. No sabíamos si existía la posibilidad de que el duque hubiera adquirido una infección endémica de la India. Así que tomamos ciertas precauciones, con respecto al resto de los componentes familiares.
- Así que inapetencia. –Anotó Francisco sin pretensión de interrumpir, como un pensamiento en voz alto. –Eso podría derivar en una incipiente anemia.
- Si, y por eso mismo, decidimos realizarle los drenados con grandes cantidades de trasfusiones, de algunos de los miembros compatibles con su grupo. Por desgracia, y como obvio, nada de esto daba resultado.
- Deberían haber extirpado el bulto. –Espeté con contundencia.
- ¿Cómo dice, doctor Scott? –Su semblante se tornó confuso.
- Digo que debían haber extirpado entonces. -Además de inepto parecía teniente.- No deseo que algo así ocurra pero… ¿me puede explicar que sucederá si el duque muere durante mi intervención? -Todos los presentes se mantenían en un incómodo silencio, como si la pregunta les hubiese estallado.
- ¿Qué está insinuando, doctor? No podía operar al duque sin haber probado antes otras alternativas menos agresivas. -Aquella frase me resultó grácil a tenor del desconocimiento que mostraba sobre el caso.- Desconocemos por completo el origen de la malformación. Así que tomé la decisión de mandar a uno de mis ayudantes a indagar sobre sus propias investigaciones en la materia.
- Puesto que su interés eran mis estudios, pudo haber tratado conmigo de forma directa. -Los ojos de Reginald casi se salían de sus orbitas y en seguida, su semblante se tornó más serio aún si podía.
- Creo que no me equivoco si afirmo que eso, en este preciso instante, no tiene la más mínima importancia. -Mantuvo un pequeño silencio de cautela.– Como decía, mis ayudantes encontraron algo sobre sus viajes a Francia y Alemania, donde obtuvo cierta información de cirujanos que habían tratado con varios pacientes y diferentes tipos de protuberancias, la cuales, en su mayoría, acabaron con la muerte de los enfermos.
- Me alegra que me refresque mis propias palabras. –Pretendía ser irónico.   
En efecto, no me suponía un gran esfuerzo recordar esos viajes a pesar de la fiebre. El año pasado, sin ir más lejos, había expuesto en un varios simposios algunas tesis sobre la cirugía que se aplica en dichos países. 
- Ahora, el señor O’Donoghue está pasando por unos momentos bastantes delicados. –Continuó como si nada Reginald con su perorata.– Hace tan solo unos segundos, he tenido que sedarlo con cloroformo y permanece completamente dormido en la cámara contigua. Me gustaría que lo examinara al menos. Si esto no supone un problema para usted, doctor Scott.
- No sería medico si me negara a ello. Sin embargo, deseo entrar primeramente yo solo, para reconocerlo.
Con aquella estulta excusa pretendía ganar unos minutos para examinarme. Tampoco podía permitir que el séquito medico viera como mi pulso se descontrolaba en el caso de tener que usar el bisturí, algo que parecía inamovible.
- Cuando haya acabado el diagnostico, podrán entrar todos los demás.
- Me parece innecesario pero si así lo desea, doctor Scott, no objetaré nada al respecto. -El fanfarrón de Reginald Dorwen estaba tan desesperado que accedió sin dudarlo.
Poco después, el equipo al completo empezó deambular de un lado para otro como polillas que revolotean alrededor de una luz. Y ese foco que atraía irremediablemente a aquellos insectos era Dorwen, quien avanzaba como si mantuviera una falsa compostura. Por mi parte, estaba encantado de observar como el grupo de rapiñas dependía de mis cualidades. Así que busqué en mi maletín, mientras dejaba escapar una mueca risueña. En ese instante, Francisco se aproximó, percatado de mi expresión inverosímil en unas circunstancias tan apremiantes. Durante la tensa conversación, había notado como el joven español atendía la mayor parte del tiempo con la quietud que lo caracteriza. Pero en algunas ocasiones me había observado con profunda fijación. Con un desconcierto extraño sobre mi persona.
- Doctor Robert, ¿qué le ocurre? Su rostro parece tan pálido como el de las estatuas de este palacio. -Reparó en un consternado susurro.
- Más tarde le daré las pertinentes explicaciones. -Apremié al muchacho.

Así pues, fui el primero en entrar a aquella sala contigua, donde no esperaba ver lo que aún estaba por llegar. 

domingo, 17 de julio de 2016

Relato: Piel de sapo. Capítulo 2

Mi relación personal con el opio era casi de estricta necesidad, convencido de que no llegaba a suponer una profunda adicción. Estaba en lo cierto que cuando consumía, lo hacía como un elemento más para desempeñar mí labor. De esta manera, la adictiva sustancia comenzaba cada caso en mi sistema nervioso y más adelante, era mi persona la que acababa el trabajo sucio. No me costaba por tanto, recorrer el camino que había realizado en infinidad de ocasiones. Sin embargo, no dejaba de pensar que se trataba de un riesgo por mi parte, en una noche tan avanzada. Y como bien había advertido Francisco, algunos lugares de la ciudad ofrecían su cara más incierta durante la oscuridad de la madrugada. En cada esquina que doblaba, en cada penumbroso callejón, surgían decenas de señales que amenazaban del peligro. Y aún tenía por delante varias manzanas hasta mi proveedor, el viejo Brian Lacking, con quien mantenía asuntos pendientes. Un locuaz bebedor, de rostro huraño, que mantenía la vieja política de cobrarse sus ganancias en especias.
Siguiendo una hilera de fuegos fatuos que iluminaban con dudosa tenuidad, caminaba con un paso ligero. En mis labios aún reposaba el intenso aroma a tabaco y al brebaje de Frederick, el afable irlandés que regentaba la taberna, también aferrado a mi ropa. Al mismo tiempo, percibía los lamentos de algunos borrachos fluctuando en la lobreguez. Pues era la hora de las ratas callejeras en las zonas más conflictivas de la periferia convertida en el punto de la delincuencia gracias a la imparable industrialización. Sin embargo, en ocasiones, me parecía oír unos pasos que seguían mi ritmo. O ver una sombra fugaz que se ocultaba en la incipiente densidad de la negrura de una esquina. Al menos, esa era mi cuestionable y sugestiva impresión. A lo que no podía más, que dudar de mis propias facultades bastante mermadas por el alcohol.
- ¿Quién anda ahí? ¡Mostraos a la luz! -Nadie contestó. Luego, esperé inmóvil uno segundos, en los que todo permaneció en aparente calma.
Entonces, el viento llegaba saturado del humo de las chimeneas, una corriente de aire sucio con el olor del carbón mineral que me atrofió la pituitaria, haciéndome regresar de nuevo al camino. Y en seguida, el aire daba paso de nuevo al hedor de las cloacas, casi como un golpe para el occipucio, mezclado con el fétido aroma a pescado, tan propio de la zona del Támesis.
Ante mi insistente manía persecutoria decidí poner remedio, y sin echar a correr, aceleré el paso. Esta obstinada obsesión se sostenía en mi mente, inducida tal vez, por las trágicas noticias que llenaban los periódicos londinenses, con infinidad de hurtos y lo que era peor, las continuas desapariciones en los barrios marginales. Como antaño estudiante de cirugía, también conocía las muchas leyendas negras que pesaban sobre la universidad de medicina, respecto a tratos con ladrones de cadáveres. Era evidente, que no deseaba formar parte de aquella drástica situación, de la que probablemente me hubiera beneficiado en el pasado. Y a pesar de todo, aquella presencia se mantenía acechante, en oposición al avance hacia mi meta. Un ente que parecía vigilar cada uno de mis pasos vacilantes, lo que se tradujo en un estremecimiento inmediato, un terrible escalofrío que me detuvo en seco. Pero esta vez, descubrí la desgastada cartera de piel que guardaba en un bolsillo interno del abrigo y la puse a la altura de la cabeza, con el brazo extendido.
- ¡Señor, aquí tengo todo lo que llevo de valor! -Grité en un alarde de poca valentía.- ¡Es más, no dudaré en entregarle también mi reloj de bolsillo, sin denunciar, si no me causa lesión alguna!
De repente, tal y como había temido, surgió una figura ágil y fantasmal, que se abalanzó con celeridad por mi retaguardia. Su maniobra tan solo me permitió girarme, en busca del careo con aquel agresor que me embistió con denodada facilidad. Entonces, con un pequeño roce me hizo tambalearme y caer de espaldas como un peso plomizo. Por mi ebria torpeza, me encontraba tirado en el suelo a merced de aquel bribón que aprovechó el instante para asestarme, lo que interpreté como un certero golpe en el vientre. Durante angustiosos segundos, quedé indefenso y sin aliento. Para cuando había recuperado el aire, tan solo podía observar que el rufián se ocultaba bajo una mugrienta capa.
 - ¡Maldito seas, ratero del demonio! ¡Te ofrezco la cartera, bastardo! -Mantenía las manos apretadas contra el regazo.
Entonces, contemplé con impotencia como recogió esa misma cartera que había salido despedida y acto seguido, se desvanecía en la densidad de la noche. Después, busqué el apoyo con los brazos para incorporarme y el esfuerzo me provocó una molesta punzada. Fue en ese preciso instante, cuando intuí que aquel golpe en el abdomen no había sido sino una equina puñalada. Y las manos impregnadas de rojo corroboraban aquella horrible primera impresión. “¡Oh, por todos los santos!” Pensé, lamentándome con severidad. “¿Qué me ha hecho ese mal nacido?”
En aquel momento, me aterraba la idea de la hoja alcanzando algún órgano. Mas, por el foco del dolor pensé que tal vez hubiera pinchado el intestino, o dañado el páncreas. Entonces, descubrí la herida de más de tres centímetros. Un centenar de puntos rojos manchaban mi vientre pálido como un archipiélago en un macabro mapa de piel humana. El centro de este plano, era la misma fuente carmesí que brotaba sin remedio. Era imposible examinar aquella herida de forma correcta bajo la penumbra de aquel maldito barrio. Tampoco disponía de instrumental necesario para una sutura rápida. No se me ocurrió entonces otra cosa, que pellizcar la brecha y volver sobre mis pasos como un perro maltrecho. Bajo la presión del sobreesfuerzo, apreciaba el descenso de la temperatura del cuerpo, entumecido por la continua pérdida de sangre. Pero también una placentera satisfacción que me inundaba, cada vez que aquel líquido caliente empapaba mi ropa, la cual volvía a humedecerse al contacto con el frio del invierno. En aquellas drásticas circunstancias solo divagaba con autentico temor por la mi vida. Había olvidado inclusive el caso del duque O’Donoghue que me ocupaba en el día de mañana.
Al contemplar la luz de mi propia morada y sentir la calidez agradable de las estufas de aceite del interior, sentí un profundo desahogo. En aquella noche trágica, no habría más revuelos, porque Francisco dormía plácidamente. Así pues, me arrastre como un alma en pena hasta la biblioteca, eché tras de mí el cerrojo y encendí una solitaria vela para iluminar algunos instrumentos de cirugía, que reposaban inmóviles sobre una mesa de trabajo. Después de un examen, comprobé con alivio que se trataba de una herida superficial, un corte limpio que mi abrigo había frenado milagrosamente. De inmediato, resolví seis puntos de sutura sobre la carne insensible por el frio anestésico. Y por último, extendí una loción cicatrizante sobre aquella horrible herida que dejaría un feo recuerdo.
Cuando me hube asegurado de que no existían riegos, únicamente entonces, mi mente volvió a mi problema actual. Ya no me preocupaba si había salido ebrio de la taberna, pues la pérdida de sangre empeoraba sensiblemente la situación. Mi mano a la luz de la vela parecía situarme sobre un indomable terremoto. Y para empeorar las cosas, no disponía del tiempo suficiente para un sueño reparador. Tampoco mi pipa de opio, saciaría su necesidad más elemental. En ese instante, desvié la mirada de manera instintiva hacia un trocito de piel de cerdo revuelto entre las demás cosas de la mesa. Aún más, lo verdaderamente interesante se encontraba oculto en su interior. La bolsa cerrada con un cordel deshilachado contenía viruta negra, o lo que era lo mismo, el pétalo seco de una especie rara de flor llamada loto y que se recogía habitualmente en Oriente. Hacía algún tiempo además, había leído en un viejo manual botánico sobre las propiedades de esta exótica rareza. Cuanto menos, me habían parecido curiosos sus múltiples usos y efectos. Pero también, lo que sucedía con la toxina en un descuido prolongado. Si no recordaba mal, la sobredosis de su toxina podía producir aterradores pesadillas, o la horrible muerte de la conciencia humana. Sin embargo, me pareció lo más indicado en aquel instante de desesperación, creyendo que mitigaría mis adversidades. Así que preparé una pequeña cantidad precavidamente acompañada con corteza de sauce, un analgésico natural muy común. Luego, hice una infusión para una ingesta directa. Fue entonces, que me pude recostar apaciguadamente en el asiento de mi escritorio, procurando dormir el sueño que me permitieran las horas que me quedaban hasta el despuntar del alba. Entonces, el líquido caliente causó un inmediato efecto soporífero.
A pesar de todo, no dejaba de notar un extraño hormigueo por el vientre que se tornó en una sensación de agudo escozor. A continuación, pasó a un terrible ardor que me consumía el estómago, una incomodad que incrementó hasta forzarme a descubrir de nuevo la herida vendada. Cuál fue mi sorpresa entonces, al contemplar que la brecha había cicatrizado. Y no solo eso, sino que había desaparecido completamente. “Debe ser cosa del ungüento.” Cuestioné totalmente intrigado. “¿O tal vez sea cosa de la exótica flor?” Pero en seguida caí en la cuenta de que cualquiera de las posibilidades era milagrosa en tan sucinto tiempo. Y la sorpresa daba paso al horror cuando presencié una desagradable mancha verdosa, dibujada en el mismo lugar donde había estado la cicatriz. Aquel espeluznante verdor se extendió con celeridad por el resto del abdomen.
- Pero, ¿qué diantre está sucediendo…? -No esperaba que nadie me diera respuestas, ni siquiera si estuvieran presentes en aquella triste habitación, pues era prácticamente imposible encontrarla.
- ¡Robert, el carruaje del duque O’Donoghue está en la puerta! -Interrumpió una voz familiar al otro lado de la habitación, mientras golpeaban la puerta.
- ¿Francisco eres tú? -Pregunté desorientado.
- Doctor, creo que debería salir lo antes posible. -Al menos, parecía él.
Después de esas palabras, todo quedó en la más absoluta calma. Mi corazón se agitaba, bombeando cada vez más rápido. Lo más sensato era pensar que continuaba dormido, y bajo los efectos inducidos por el producto de Lacking.
- Doctor Robert, ¿está usted bien? -Esa voz persistía en regresar acompañada de los golpes que apremiaban con mayor intensidad en la puerta, en busca de una respuesta.
- No se preocupe Francisco, salgo enseguida. Vaya a avisar al cochero.
Tan rápido como mi fatiga me lo permitió, llegué hasta la ventana de la habitación para comprobar con mis propios ojos como la luz del alba despuntaba en el horizonte. Acto seguido, me deslicé hasta un espejo.
- ¡Oh por dios! -Grité tras observar mi propio reflejo.
- ¿Ocurre algo doctor? -El joven seguía escuchando desde detrás de la puerta.
- No… No, vaya rápido y avise, Francisco.
Estaba aterrado por la presencia que sustituía a mi reflejo, una monstruosa forma que no se parecía en nada a mi curtido rostro. Era más bien el dantesco reflejo de un reptil. Los surcos de las cuencas de los ojos estaban hinchados, oscurecidos y resaltaban de manera exagerada. La piel se había vuelto rugosa y de un color verde oscuro, parecido al del abdomen. Además, la forma de mi nariz se había perdido para dar paso a una protuberancia con el mismo color. E inmediatamente, intenté soltar un chillido de auxilio. Mas todo fue inútil. En mi desesperación, no pude pronunciar palabra, porque del interior de mi boca surgió un trozo de carne viscosa, una especie de lengua exagerada que me obligaba a babear copiosamente. Luego emití un sonido gutural, un rugido que partía de lo más profundo. No podía continuar viendo aquella diabólica imagen en el cristal.
- ¡Doctor Robert, debería salir ya! ¡El carruaje espera en la entrada! -Francisco se impacientaba haciendo caso omiso, de los sonidos que salían de aquellas fauces.- ¡Doctor Robert! ¡Doctor…! -Aquello debía ser una pesadilla del maldito loto y debía despertar cuanto antes.
- Doctor, ¿se encuentra usted bien? -La angustiada voz insistía al otro lado.
Por el contrario, yo permanecía sentado sobre el sillón. Estaba completamente bañado en un sudor frío y con la misma camisa empapada en sangre seca. Debajo, la herida tenía un aspecto horrible. Mas, para mi alivio y tranquilidad, tenía un aspecto común.

- Avise al cochero. -Balbuceé sin apenas aliento.– Dígales que vamos enseguida. –Entonces esperé en el asiento, mientras escuchaba como sus pasos se alejaban. 

domingo, 10 de julio de 2016

Relato: Piel de sapo. Capítulo 1

Si algo he aprendido de lo que hoy voy a relatar, es que jamás dañan los improperios ajenos, solo lo hace el juicio que de nosotros mismo guardamos. En cuyo caso, es importante conservar esa estima propia bajo cualquier pretexto.
Con todo, debería empezar por el principio, antes de mi reclusión, esto es cuando Francisco de Gonzálvez llegó a mi casa en el barrio londinense de Westminster, a pocos metros de la antigua abadía y renovado parlamento. De familia acomodada, el joven español formaba parte de una línea ascendiente de terratenientes en su país. Un apuesto católico poco habituado a la práctica, de intelecto ágil y porte elegante. A grandes rasgos, el muchacho rezumaba modales y todas las cualidades que se le puede exigir a alguien de su distinguida clase. Y con el tiempo, su historia además me conmocionó, a lo que yo respondí con renovado interés, rogándole que permaneciera en mi hogar el tiempo que estimase apropiado. Pues desde 1885, es decir, unos meses antes a su llegada, la península ibérica sufría una epidemia de cólera que se cobraba cada mes la vida de centenares de hombres y mujeres. Y esto había despertado en él una sana intención por adquirir los conocimientos necesarios sobre la cirugía que se aplicaba en la prestigiosa Universidad de Londres.
Pero lo más asombroso de este encuentro es como ambos nos nutríamos recíprocamente de la simbiosis que se produjo, cuando comenzamos a trabajar codo con codo. Me reveló infinidad de utilidades curativas con algunas drogas y diferentes formas de tratar las infecciones. Por aquel entonces, yo permanecía abierto a cualquier concepto alternativo con respecto a la medicina más tradicional, lo que me confería el mal apelativo de “el santero” entre los más conservadores de mi gremio. Y los textos que portaba el muchacho desde su país de origen, no ayudaban en nada a romper con mi pequeño vicio, ya que retrataban de forma detallada los centenares de rituales y maldiciones que parecían extraídos de las prolíficas leyendas de Europa del este. Por todo, los días se sucedían entre continuos intercambios de conocimientos de los que Francisco salía reforzado, por mi lato estudio y experiencia en la materia. Esto hizo que en muy breve tiempo, comenzáramos a relacionarnos más como compañeros que como distinguidos caballeros, lo que dio lugar a que iniciáramos una serie de confiados encuentros en una pequeña taberna muy próxima al muelle de Gravesend. En aquel lugar nada llamativo y poco iluminado, pretendíamos esconder nuestras charlas y actividades de las bocas malintencionadas, a la vez que dábamos rienda suelta a nuestros placeres junto a un montón de marinos mercantes de copa fácil. Allí, el español demostraba que era tan resuelto con mi lengua natal como con la bebida.
Una fría noche del mes de Febrero, la conversación se distendía apacible en nuestro refugio habitual, habiendo dado cuenta del resto de borrachos locales que frecuentaban la taberna. El debate tanteaba horribles maldiciones de las que habíamos oído hablar, sin airear demasiado en público los temas. Yo agitaba entre mis manos el tercer whisky de la noche, un líquido cosecha de mil seiscientos treinta y cuatro, de doble maduración. Un brebaje excepcional que el propietario se encargaba de aguar para la clientela más selecta. Cómo había llegado aquella ambrosía a un lugar tan cochambroso era un enigma. Pero un bendito misterio para mi paladar.
- Maldición, devoción… en verdad os digo que no hay diferencia. A lo sumo, debieras entender, Francisco, que tal y como ocurre con la fe siempre hay escondida una pizca de razón. - Susurré aún ebrio.- Pero recuerda que para que se produzca la magia, tan solo hay que poseer un cerebro crédulo, como ocurre con los niños y los cuentos infantiles, mientras los primeros escuchan ingenuos a la realidad que les envuelve.
- Tal vez sea como decís, y mientras lo averiguáis preferiría mantenerme sujeto a un salvavidas, en el inmenso océano de las dudas. -Refutó muy seguro.
De repente, la conversación quedó interrumpida al abrirse la puerta de la entrada, revelando el intempestivo clima que se soportaba en el exterior, y todo lo contrario al viciado ambiente del local al que no era difícil habituarse con unas copas de más. Entonces, apareció una figura demasiado engalanada para aquel antro.
- Buenas noches, caballeros. –Se dirigió el recién llegado al aire.
El individuo se había ocultado de la helada en la calle bajo una llamativa capa azul, adornada con un distinguido emblema bordado. También portaba sobre la cabeza un viejo sombrero de ala ancha que le ensombrecía el rostro hasta la barbilla, lo que impidió que le pudiera reconocer. Después de cerrar la puerta, se giró y comenzó a buscar con la mirada, dando un serio repaso al local. A continuación, se acercó hasta el rincón donde mi joven amigo y yo bebíamos, apartados de la luz directa como pobres almas huidizas.
- Es usted el doctor Robert, ¿no es así, señor? –Me habló a mí.- Doctor, Robert Scott…
- ¿Quién quiere saberlo? -Acompañé con la mirada y un ligero sorbo al vaso.
- Vengo del palacio del duque O’Donoghue, a las afueras de la ciudad. Me envían para que le comunique la gravedad de mí señor. Para hacerle saber que requiere urgentemente de su atención.
La insignia de su bordado indicaba que no mentía. Portaba el emblema de la casa del duque en la cual, un par de perros lobos jugueteaban sempiternos junto a un frondoso árbol, en el centro de un enorme blasón de armas. Y durante unos segundos, quedó en pie esperando la respuesta.
- ¿Y qué le sucede al duque exactamente, si no es demasiada indiscreción?
- Al contrario, señor. Le relataré tal cual me han pedido. -Se mostró satisfecho por el interés mostrado.- El señor O’Donoghue estuvo por Enero visitando las colonias Indias para acompañar a nuestra señora, la reina Victoria. Según piensa sus médicos personales, quedó afectado por una dolencia producto de la ingesta de cualquier alimento en mal estado. A pesar de todos los intentos por parte del séquito, se acrecentó su indisposición. Tanto es así, que la enfermedad le impedía siquiera probar bocado. Y hace unas semanas, su estómago comenzó a hincharse sin parar, inflándose hasta el punto de que parecía que fuese a estallar en cualquier momento. Es horrible. –Intercalaba una agitada respiración.
En la proximidad, se revelaba el semblante entristecido del hombre y su voz apremiante. Tenía además, un tono que se ahogaba en la garganta como si el lazo anudado que sujetaba su capa al cuello le apretara demasiado.
- ¿Cuál es pues, el dictamen de su séquito médico, del que me negué a formar parte y no por motivos económicos? –Repliqué sensiblemente lacónico.
- Señor, Todos esos mismos miembros médicos coinciden en que es usted el más indicado para tratar dicha dolencia tan insólita y que les es completamente desconocida. En el palacio andan desesperados.
- ¿Incluido el doctor Reginald? –Insistí.
- Incluido él, señor. –Porfió en sobremanera.- Tanto es así, que tras los exhaustivos análisis al duque por el mencionado médico, el mismo señor Dorwen dijo que deseaba saber su diagnóstico personal. Fueron sus palabras exactas. No sabe usted hasta qué punto ha cundido el pánico por la vida de mi amo.
El insistente mensajero hacia bien su trabajo. Probablemente le hubieran obligado a no regresar si no era en mi compañía ya que, bajo ningún pretexto mostraba señales de querer abandonar su empresa. Muy a mi pesar, tan solo podía recordar a Reginald Dorwen, como un nefasto compañero durante mis años de estudios. Además, estaba convencido de que era el autor de aquel apodo tan malicioso que me acompañara desde la universidad, como colofón a sus reiterados celos por mi fructífero trabajo. Por aquellos días, ambos neófitos mostrábamos suficientes aptitudes para la cirugía y la investigación con una ligera diferencia, mientras ese malnacido se mantuvo a la sombra del ala conservadora del rectorado y sus métodos tradicionales yo sondaba nuevos campos médicos, lo que me permitió realizar notables descubrimientos. Su proceder ladino le llevó de inmediato al cargo de jefe médico del duque O’Donoghue. Puesto que años más tardes me permití rechazar sin contemplaciones, con la idea de continuar en mis viajes e indagaciones.      
- Doctor Robert, creo que es una magnífica oportunidad para poner las cosas en su sitio, amén de sacarme a torear en los mejores ruedos. -Me animó Francisco de manera sarcástica, con lo que era un tópico de su tierra. El muchacho conocía mi curiosa historia pero como revelaban sus efusivas palabras, suponía una perfecta oportunidad de aprender en un apremiante caso. Sin embargo, aquella tesitura también suponía una ocasión para limar asperezas con una parte del gremio. Empero, si las cosas no salían como todos deseaban, también acabaría con mi carrera de manera fulminante.
- Está bien, pero debe ser mañana. A primera hora de la mañana me recogerá el carruaje en la puerta de mi casa a mí y a mi acompañante. -Procuré dar firmeza al tono de mis palabras.- De momento, vuelva sin demora e informe al séquito médico para que preparen una sala en palacio, por si es necesario operar urgentemente. Examinaré al duque al alba. -Dispuse como un amo, pensando en que si el truhan de Dorwen tenía que ser informado, en cualquiera caso, debía aparentar sensación de seguridad y no de ebriedad.
- Pierda cuidado, señor. Se hará como usted desea, pues también yo opino que esta noche es la menos indicada. -Insinuó el mensajero, a la vez que dejaba escapar una furtiva mirada al olor que emanaba.- Que tengan una buena noche.
El insolente individuo hizo una reverencia y se marchó tal y como había llegado. Dejó una estela de frío al abrir la puerta y se esfumó en la negrura. Esta nueva situación, me privaba de extenderme más en mis placeres nocturnos así pues, abandonamos la taberna inmediatamente.
- Francisco, deberías regresar sin demora a casa. Yo aún debo resolver algunos asuntos antes de volver. -Me despedí del joven.
- Pero señor, las calles del puerto no son seguras durante la noche. No debería andar solo. –Espetó tremendamente inquieto.
- No se preocupe, joven amigo. -Apacigüé su consternación.– Mañana al fin correrás delante de un autentico toro bravo, ¿no lo cree? -Con mi escaso conocimiento en el tema, continué aquella metáfora tan acertada y que él mismo había iniciado. Por su parte, el muchacho huyó de la helada afligido por mi decisión. En un instante se internó en esa calle que le llevaría a mi casa de forma directa. Y entonces, esperé unos segundos hasta perder su silueta para tomar la dirección opuesta.

Aquel reencuentro con viejos fantasmas suponían un verdadero reto para restituir mi honor. No podía, por ende, dejar mi suerte en manos del caprichoso destino, por lo que debía anticiparme. Con ello, salí en busca del alimento para mi alma, el opio que templara mi pulso durante una posible intervención, únicamente acompañado de mis pensamientos. 

domingo, 3 de julio de 2016

Juego de mesa: La noche de las ratas


Una entrada nueva y esta vez un juego de mesa toca. En este caso no lo acompañaré de secciones del manual original, pues para eso está el PDF. Por el momento adjunto la introducción y un par de planteamientos de escenarios posibles, para iniciar el juego sin complicaciones.

INTRODUCCIÓN:
En la mágica ciudad de Agrabah nada era un juego, pues en muy poco tiempo su proliferación la convirtió en una de las civilizaciones más prósperas y codiciadas del desierto. Esta situación estaba sustentada por ser una ciudad de paso en la importante ruta de las especias. Y durante esos convulsos siglos, los primeros gremios de ladrones mermaban la capacidad de su capital desde dentro, casi como una estrategia enemiga. Este gremio tan antiguo como el tiempo, actuaba aprovechando las incipientes aglomeraciones civiles, en los recovecos de sus callejones, abriéndose paso en una situación de enriquecimiento mercantil. Y es por ello, que cada jugador deberá interpreta el rol de un ladrón en la lucha que ocupa el saqueo, tomando los premios del botín como el verdadero motor del juego.

ESCENARIOS PARA EL JUEGO:
El primero lo he llamado "El barrio alto" y el segundo, algo más complicado, "La morada del califa."
  


INSTRUCCIONES PARA INICIAR EL JUEGO:
- Descargar el manual completo en PDF, haciendo clic en el siguiente enlace:
- Descargar los elementos del juego, haciendo clic en el siguiente enlace:
- Las demás fichas y dados se pueden adquirir del juego del parchís, por ejemplo.