Camilo
es un niño muy especial. A diferencia del resto de alumnos de su clase, el
desea jugar con puzles y rompecabezas durante las horas de recreo. Mientras, el
resto de compañeros lo pasan bien disputando un “partidillo”. Con el balón que
les ha dejado el profesor de educación física o corriendo unos detrás de otros
para pillarse. Estos gustos a la hora de elegir entretenimiento y su timidez,
le dificultan la relación con el resto de chicos de su misma edad. Al llegar al
instituto, la situación no mejora con el cambio, sino más bien lo contrario. El
muchacho se vuelve más retraído y solitario, debido a que es el objetivo
continuado de las burlas y mofas de los abusones de su clase. Sin embargo, en
este nuevo centro conoce a su primer gran amigo, alguien que le mostrará una
verdad que le cambiará su visión de la realidad.
Este
amigo se llama Alfredo y tiene treinta y siete años. Y no, no es un continuo
repetidor. Al contrario de lo que pueda parecer, se trata de su profesor de
filosofía, un hombre atento y con una sensibilidad extrema para observar
ciertos aspectos que suelen pasar desapercibido al resto del profesorado.
Alfredo comienza a ganarse la confianza de su alumno, en los ratos de descanso
entre horas lectivas. Después de un trimestre, ha logrado una relativa amistad
con el muchacho, conociendo algunos de sus gustos y aficiones. Sabe por tanto,
la pasión de Camilo por los puzles, algo que comparte él mismo. Así pues,
decide regalarle su primer rompecabezas de tres mil piezas. A Camilo no le
asusta el reto y promete realizarlo sin ninguna objeción. A cambio, el profesor
solo le impone una única condición: que lo haga siguiendo un método muy
especial. Para empezar, deberá guardar la primera pieza con la que se bloquee,
es decir que tras varios minutos observando el trabajo no encuentre su posición
exacta y únicamente la coloque cuando haya finalizado. A continuación, si lo
desea, puede repetir este mismo proceso con el resto de fichas, hasta que no le
queden fichas que poner, ni descartar. En este caso, puede comenzar a buscar de
nuevo el lugar correspondiente de cada ficha que ha descartado siguiendo este
método, exceptuando la primera.
Tras
unas semanas, Camilo acaba el puzle sin dificultad aparente, siguiendo las
instrucciones de su profesor. El muchacho se ha dado cuenta de que el placer de
poner la última ficha del rompecabezas ha sido más intenso de lo habitual, pues
a pesar de que en algunos momentos pudo intuir donde iba dicha pieza, dejarla
de manera obligada para el final se convirtió en un aliciente más para terminar
su trabajo. Nada más cumplirse el siguiente trimestre, Camilo le lleva el puzle
enmarcado a su profesor de filosofía en busca de su aprobación. Acto seguido,
el alumno le pide explicaciones sobre el origen del extraño método para resolver
los rompecabezas. Sin embargo, Alfredo comienza a narrarle parte de su
historia. El profesor le cuenta a Camilo sus problemas para relacionarse con el
resto de compañeros del colegio. Le habla de su afición a los juegos de lógica
y de cómo se inventaba diferentes métodos para acabar sus propios puzles, con
los que mejoraba la experiencia de realizarlos. Alfredo también le explica que
con el transcurso de los años, se graduó y posteriormente encontró un trabajo
acorde a sus expectativas. Finalmente, el profesor le revela a Camilo que fue
entonces, cuando se sintió tan especial como aquellas fichas que guardaba hasta
el final, cada vez que iniciaba un rompecabezas. Que aquellas piezas que
suponían un reto al comienzo, hacían del proceso de acabarlo un juego mucho más
divertido y emocionante.
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