domingo, 9 de junio de 2013

La maldición del cobre. Cap. 1

Al fin llegó a un extraño lugar, el cual podía denominar a duras penas un poblado. Más bien parecían un conjunto de casas mal ubicadas. Su mirada recorrió de un extremo a otro, lo que consideró que debía ser la calle principal. Los ojos buscaban encontrase con la presencia de un habitante. Sin embargo, todo permanecía solitario y en apacible calma. Esa sensación, ya le era bastante familiar. Había tenido tiempo suficiente para acostumbrarse a la quietud del desierto, en contraste con su ajetreado pasado, como hombre de abundante compañía. En otro tiempo, se había disfrutado de la compañía de asesinos, pendencieros y fugitivos.
Pero compañía al fin y al cabo.
Entonces, avanzó calle arriba, mientras vencía el temor de tener que matar y salir huyendo de nuevo. La culpa la tenía esa maldición en forma de orden estatal que le perseguía y que jamás le hizo justicia. No había asesinado ni a la mitad de hombres que se le atribuían. Solo tres habían sido las víctimas a manos de su revólver, entre ellos, el sheriff de su ciudad. Para su nefasta fortuna, parecía suficiente y por ese motivo, decidió que había llegado el momento de colgar el cinto, al menos durante una temporada. Era muy posible que en aquel lugar remoto y perdido, nadie le reconociera. Con esa intención, se había atrevido a cruzar el desierto, a sabiendas de los peligros que acechan.
En ese momento, se dispararon unos gritos amenazadores, como balas al comienzo de un tiroteo después de un incómodo silencio, que en seguida coparon toda su atención. El alboroto provenía de su derecha, en el interior de una vieja taberna. La vetusta construcción, tenía un cartelón de madera colgado en la puerta, balanceándose al soplo del viento. Pudo oír como chirriaban las desgastadas cadenas que lo sostenían. A un simple vistazo, parecía el antro más grande y lujoso, en aquel agujero del mundo. Se aproximó hasta la puerta abatible del local para echar un vistazo. El ambiente se estaba caldeando en una mano de Blackjack, entre tres jugadores borrachos, dando pie a un inminente enfrentamiento. Había llegado justo a tiempo para la función de tarde. Por el contrario, el local quedó mudo al instante, cuando el forastero cortó la luz de la entrada con su silueta. Parecía evidente que en aquel lugar no estaban muy acostumbrados a las visitas. Entonces, bacilo unos pocos segundos y con paso firme, empujó la puerta.
- ¿Quién sois, hijo? -Se apresuró el dueño oculto hasta la cintura, tras una vieja barra.
El forajido no quiso responder al instante, sino que espero a llegar junto al tabernero. Con que lo supiese el gordo curioso, le pareció suficiente.  
- Kenneth. -Obvió su apodo de fugitivo.- Kenneth Bragan.
Quería empezar con buen pie en aquel lugar y para ello se había encargado previamente de esconder su revólver a unos cuantos metros de la entrada del pueblo. Sin lugar a dudas, eso le daría aún más credibilidad en su nueva vida.
- ¿Y a que ha venido a este maldito lugar, Kenneth?
El resto del local volvió lentamente a su trifurca, aunque con recelo y observando de manera descarada la situación del nuevo.
- Por lo que he visto hasta el momento, tiene poco de maldito. A excepción de este sitio, el pueblo parece un remanso de paz. ¿Existe la posibilidad de adquirir en estas tierras, una granja con reses?
El entrometido comenzó a reírse nada más oír sus palabras. Luego, viendo su semblante serio le respondió, intentando mantener la compostura:
- Hijo, espero que no le moleste mi atrevimiento. –El joven negó con la cabeza y el tabernero continuó.- A este lado del desierto no cruzan ni los buitres. Además, aquí ni tan siquiera crece la maleza. –Mientras decía esto, le sirvió un líquido transparente en un vaso sucio y siguió riendo con sorna.- ¡Venga! Al primer trago invita la casa.
A pesar de lo que decía el tabernero, Kenneth sabía lo que significaba aquel andrajoso trozo de tierra. Todo lo que el buscaba de aquel pueblo era tranquilidad y no precisamente buitres.
- ¿Tiene algún sitio donde pueda pasar la noche? –Preguntó de nuevo, con una entonación más recia, denotando incomodidad por las continuas bromas del gordo.
- En este sitio nunca recibimos a nadie, hijo. Lo único que te puedo ofrecer es un montón de paja, en el cobertizo de atrás.
Kenneth recordó el desierto. En comparación al duro y frio suelo, aquello parecía todo un lujo.
- ¿Le parecen bien dos monedas por una noche?
- Serán más que suficiente. –Respondió el dueño que cogió una nueva botella y volvió a llenarle el vaso. Luego, acercándose otro vaso lo lleno para sí, lo levanto en ademán de brindis y bromeó entre risas:- Por ese abundante pasto entre las rocas áridas, para su futuro ganado… -Y luego siguió riendo.
En otro momento y lugar, el forajido le habría tumbado todos los sucios dientes que asomaban por esa grasienta bocaza, con su derecha más directa pero la soledad le había enseñado a ser mas paciente y su voluntario desarme, mas frio que una noche en el desierto. Así pues, con una mueca le siguió el juego, a la vez que agachaba el rostro para ocultar su semblante tenso, detrás del ala de su sombrero.
- Me llamo Gene, hijo. –Volvió a utilizar la repetitiva coletilla el propietario del antro.- Tal vez el único tabernero que exista jamás en este endemoniado pueblo. Y disculpa a la gente de por aquí si no se muestran más amables, nunca vemos pasar a nadie y no andamos acostumbrado a la visita de forasteros. Por otro lado, ¿espero que no seas un forajido?- Cambió de tercio.
- Por supuesto que no. -Respondió con su mejor cara de póker.
- Eso está bien, hijo. Por aquí no queremos problemas. Este lugar es tan aburrido que la gente se muere literalmente de asco.
- No se preocupe, no vengo buscando problemas.
Mientras tanto, a sus espaldas, Kenneth observó que el ambiente de la mesa de naipes se había enfriado, hasta el punto de que los tres jugadores habían guardado las cartas para dar paso a una extraña comidilla de viejos lugareños.
- Anoche volvió a ocurrir, ¿lo oísteis? Yo, sí. –Aseguro uno de los borrachos sentados en la mesa, con una entonación forzada e intentando enfatizar sus palabras.- Se oyó ese tintineo, como de costumbre.
- ¿Tú también lo oíste? –Corroboró lo dicho de inmediato otro, al mismo tiempo que mostraba media dentadura. 
- ¿Pero quién no lo ha oído? Después de esos extraños ruidos y golpes en la mina de cobre, se oyeron los horribles chillidos de siempre. Era como si mataran a alguien junto a mi propia casa. No me atreví ni asomar la cabeza por la ventana. –Se lamentaba el tercero en discordia, después de escupir un chorro negro como la tinta de su boca, en el interior de una escupidera enmohecida.
- Lo mejor será sellar de una vez la antigua mina, tal y como dijo el padre Turan. –Proponía de nuevo, el que había iniciado la conversación.
A Kenneth le pareció aquel dialogo una absurda historia local, algo así como una vieja leyenda del folclore popular, con el que atemorizar a los más ingenuos. “Así se alimentan las malas historias”, pensó escuchando desde la barra.
- Pero esa mina es lo único que nos mantiene anclados a esta árida tierra. Mi familia hace tiempo que se marchó hacia el este, en busca de fortuna. En cambio, yo me quedé únicamente por la dichosa mina de cobre.
- Harris tiene razón. La mina es lo único que mantiene a este pueblo fantasma.
El gordo Gene, salió de detrás de la barra para dejar su amorfo cuerpo al descubierto. Se aproximó hasta la mesa de tres y sirvió nuevas copas, mientras comentaba algo por lo bajo.
- Ya basta viejos. No hace falta airear los problemas de este lugar delante del desconocido.
- Es lo que hay por aquí. -Contesto uno bebiéndose el trago en un suspiro.
- Ya pero es algo que Kenneth, no tiene porque saber. Como él bien ha dicho está aquí de paso. Al mismo tiempo que decía esto, se daba la vuelta para señalarlo con la mirada. Luego volvió a hablar casi convencido de sus palabras:
- Además, el muchacho muy pronto se marchará, ¿no es cierto?
- Yo no he dicho eso. –Sentenció el joven con voz firme.
- Sera lo mejor para ti, hijo. Si no quieres verte mezclado en la maldición de este escondrijo del demonio, será mejor que te vayas, es un consejo. –Porfió Gene.
- Del sitio del que vengo, las maldiciones solo persiguen a los hombres y no se quedan en un lugar perenne. –Le respondió Kenneth.
El tabernero volvió a reír como si no supiese hacer otra cosa. Se agitó en una especie de espasmos y le temblaron todos los pliegues de carne de la papada. Luego apuntó.
- Este sitio esta tan apartado del mundo, que es diferente a todo, hijo.
- Tal vez. –Le interrumpió.- Yo solo digo, que en estos casos lo mejor es tener siempre un hombre de dios a mano… ¿no es así, amigos? –Les devolvió el sarcasmo.
- Sí. Lo tienes al final de la calle. –Contestó uno de los tres de la mesa.- Y su consejo ha sido desde el primer día, que cerráramos la mina y abandonáramos esta tierra. –El tipo chapurreaba sin disimulo, con un tosco acento.- Pero algunos llevamos toda la vida aquí. No podemos irnos sin más, forastero.
Bragan recordaba ahora días pasados, cuando todo eran juegos, mujeres y vicios. Por su memoria anduvo en imágenes salteadas, entre días en los que no habría tenido ningún reparo en enfrentarse a esa y todas las maldiciones posibles. Un tiempo después, comprendió que la única maldición a la que se debía enfrentar era a la que se estaba labrando con su propia vida.
Al final de aquel tiempo, ya había matado a su segunda víctima, la que le sellaría a fuego el sobrenombre de “el renegado”. En un par de ocasiones se había enfrentado a su padre, un forajido asaltador de trenes y cuatrero del este, más conocido como Jack Bragan y apodado de igual manera. Cuando le alcanzó a este la muerte, bajo el certero cañón del revólver de su propio hijo, Kenneth obtuvo la herencia y maldición que le perseguiría allá a donde fuere.
- No conozco nada en estas tierras que no se haya resuelto con un par de tiros de un revolver colt. –Volvió como si nada a la conversación.
- Pues hijo, allá tú. -Espetó el tabernero que intentaba persuadirle.- Quédate si quieres.
- Sí, Gene tiene razón. No debes quedarte muchacho. -Apostilló de nuevo uno de los borrachos de la mesa.- El diablo vendrá como hace cada noche y se llevará tu alma más rápido que un coyote con tu gallina en la boca. –El palurdo abría los ojos como platos, al decir estas palabras.
- No os preocupéis tanto por mí, viejos. Aún no he visto nada mejor que hacer entre estas pocas casuchas. –Entonces, se le paso por la cabeza la idea de una posible recompensa.- ¿Se puede saber qué se extrae en esa misteriosa mina, que os mantiene aquí?
Todos los presentes quedaron mudos repentinamente. Parecía un silencio incómodo y pactado, para ocultar una vieja promesa.
- Hijo, -se apresuro Gene que volvió tras la barra- en esa guarida de demonios tan solo hay cobre, únicamente cobre.
- ¿Y para eso tanto revuelo? –Insistió al intuir que podía haber algo más.- ¿Por una vieja mina de cobre?
- Bueno, según se cuenta, en algún ramal de esas viejas fosas de Satanás, existen pepitas de oro del tamaño de un puño. Pepitas, que están esperando a que alguien les eche el guante. –Vaciló unos segundos.- Pero claro, esa historia es tan antigua como la maldición que asola al pueblo.
Parecía que la insistencia de Bragan daba sus frutos. El tabernero quedó sorprendido de la perspicacia con la que el joven había sacado el secreto del pueblo.

-De acuerdo. Esta noche permaneceré con los ojos bien abiertos, no vaya a ser que el diablo venga a por mí cándida alma. –Se mofó Kenneth nuevamente.


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