domingo, 9 de junio de 2013

La maldición del cobre. Cap. 2

Al cerrar la tarde, la taberna se vacío de inmediato. Como un montón de liebres asustadas, los pocos habitantes corrían en busca de la seguridad de sus moradas. El tabernero rechoncho, igual que un pelele de trapo, cerró como pudo su negocio, insistiendo una vez más en la imprudencia del joven, sin obtener resultados.
Kenneth se había propuesto recuperar su arma antes de visitar el cobertizo. Si en el pueblo se habían oído chillidos en noches pasadas, era posible que aquellos fueran reales por muy mermados de alcohol que estuviesen sus habitantes. Una vez se acomodó en su lecho, era cuestión de segundos alcanzar el sueño con aquel camastro. Parecía mentira que el simple tintineo de unos pequeños cencerros que colgaban en una vieja pala oxidada, le produjeran el sopor necesario y rápidamente calló en un sueño profundo. De repente, un gran alarido le sobresaltó. Aquella voz tan siniestra, era claramente el lamento de un hombre. Además, provenía del mismo exterior, muy cerca de la taberna. Sin pensarlo dos veces, se abrochó el cinturón que había recuperado, se aseguró de que el tambor del revólver mantenía todas las balas y salió en busca del origen del alboroto nocturno. Al cruzar la entrada, miro en ambas direcciones, aunque le había parecido que el grito, provenía del interior del pueblo. A pesar de ser la vía principal de todo el conjunto de casas, la iluminación de la calle era bastante escasa. Tanto que si en ese instante alguien quisiera acercase hasta Kenneth, el pistolero no podría verlo a menos de tres metros de sus narices. Avanzó entonces, siguiendo la tendencia hacia arriba, percatándose de que la vía giraba ligeramente en una curva a la derecha, ya que el pueblo abrazaba una pequeña loma. Cuando su vista parecía habituarse a la oscuridad que reinaba, comenzó a ver falsas figuras que se movían en la noche, fantasmas que se dibujaban como siluetas fugaces. Luego dudó sobre las palabras de los borrachos de la mesa de juego y la insistente sugerencia de Gene. “Esos malditos viejos me han llenado la cabeza de serpientes”, se dijo. En ese instante, sujetó con fuerza el sombrero contra su cabeza. Esto le dio más seguridad. Al terminar la calle, descubrió la imponente iglesia que la cerraba. El campanario superaba en altura incluso a la taberna y la iluminación en este lado del pueblo era más notable, revelando algunos detalles de la fachada. Una vez la observó con detenimiento, le pareció absurda una construcción de esas dimensiones, en un lugar tan ruinoso. Entonces, distinguió a una figura ancha que se dibujada sobre el portalón principal. Se trataba de alguien con una especie de vestimenta larga y oscura, con la cabeza cubierta bajo un sombreo de ala negra y que portaba un extraña herramienta al hombro. El individuo se encontraba de espaldas a la calle cerrando un enorme candado. Por un momento, el pistolero se dejó llevar por su imaginación y pensó que aquel era el mismísimo diablo, que venía a hacerle una visita al sacerdote. Eso le produjo un sentimiento encontrado. Pero en seguida, descubrió que donde había visto una guadaña y una capa, tan solo había una pala y una sotana por vestimenta. Nada más darse la vuelta el individuo, mostró un saco desgastado en la otra mano.
- Esto huele a boñiga de vaca. -Dijo más aliviado y seguro.- Usted es el famoso padre Turan.
- ¿Quién es usted? –Respondió el cura sobrecogido, dejando caer de golpe todo lo que llevaba entre las manos.- ¿Y cómo me conoce?
- Yo, soy el nuevo sheriff. –Le confesó, recordando una vez más a su primera víctima.- Tan solo venía a hacerle una consulta, padre.
- ¿Qué? ¿Cómo? –Aclamó indignado y con cara de asombro.- Cuando se ha nombrado un nuevo sheriff en este pueblo. Nadie me lo ha consultado.
- ¿Cuándo ha tenido un sheriff este nido de ratas? ¿Verdad padre?
El cura recogió la pala. A Kenneth, que aun no había desenfundado su arma, se le hacía imposible creer que aquel hombre de dios, quisiera enfrentarse a él con una mísera herramienta pero por si acaso, se llevó las manos a la hebilla del cinto. Turan pareció percatarse de inmediato, en el arma de su posible delator.
- Oye… mira, no sé lo que te habrán contado pero yo solo quiero lo que le corresponde a dios, que para eso es nuestro creador y reden...
- ¡Óyeme tu a mí, lengua viperina! -Le interrumpió sin miramientos.- Si crees que te vas a marchar con el botín del oro, es que está demasiado jodido.
Con bueno había topado el cura. A Kenneth todo aquel galimatías religioso, le interesaba tanto como el tiempo en el otro extremo del mundo. A continuación, el pistolero le sobrevino la imagen del hombre de la sotana chillando y rápidamente se desmintió algo en su cabeza.
- ¿Quién es tu compinche, malnacido? – Le interrogó.- He oído su chillido y esa no era tu voz.
Turan se mantuvo en silencio. Parecía bastante asustado por lo que acababa de decir.
Por otro lado, tampoco veía en aquel mentecato, las fuerzas suficientes para cavar en las profundidades más recónditas de la mina en solitario. Entonces, centró su mirada fija sobre el aquel rostro redondo, intentando leer en su semblante como en una arriesgada timba. Observó un ligero tic en el ojo derecho. Luego pudo ver como su mirada se giró rápida a la izquierda, posándose en algún lugar de la oscuridad. Tal vez a alguien más gordo que él, intuyó Kenneth. El pistolero se dio media vuelta con la rapidez de un felino, mientras desenfundaba el arma. Apuntó en la dirección, buscando cualquier movimiento en medio de la penumbra. Justo en ese instante, detectó una figura redonda, con un paso torpe y entrecortado, que se aproximaba lentamente. La forma se identificó a la luz. Para satisfacción personal de ambos, se trataba de quien esperaban, Gene el tabernero. Bragan, había recordado, desde que se encontrara con el hombre de la sotana, la pala oxidada en el cobertizo.
Sin embargo, el cuerpo de Gene parecía estar mal trecho, por su paso torpe y errático.
- ¡Tabernero idiota, ésta sucia alimaña nos ha descubierto! ¿Por qué no me has avisado de que habíais nombrado a un sheriff? –Le gritó Turan.
El seboso balbuceó algo inteligible. Tenía la mirada fija en el pistolero, con los ojos a punto de estallar. Sus pupilas estaban completamente contraídas en un pequeño punto, como si fuesen a desaparecer en cualquier momento. Luego cayó al suelo, desplomándose con el sonido de un peso muerto. Su espalda dejaba al descubierto, una herida horrible, con el aspecto de un comedero para buitres. Kenneth recordó entonces el chistoso comentario del gordo sobre estas aves rapiñas. Por ello se le dibujó una ligera sonrisa en la cara. Y en seguida, se tornó en una expresión de desconcierto.
- Pero ¿quién coño ha podido…? –Exclamó.
Bragan había olvidado por completo a Turan que vio la oportunidad perfecta a sus espaldas. El improvisado sheriff permanecía con su mirada fija en el cadáver. Entonces, alzó los brazos, con la pala entre sus manos y se aproximó de manera silenciosa. Al dar su tercer paso, el sacerdote declaró su propia sentencia de muerte. Kenneth se giró en seguida, avisado por la alargada sombra que proyectaba Turan, y una bala de colt atravesó el corazón del sacerdote, deteniendo el musculo vital de su dueño. “Delatado por su oronda codicia”, pensó.
Bragan aún no respiraba con tranquilidad. Sabía que algo oculto en la oscuridad había acabado con la vida del tabernero. Además, él se encontraba bajo los focos de luz y eso lo delataba ante cualquier enemigo escondido en la sombra. Justo en ese preciso instante, la hoja fría de un cuchillo arrojadizo atravesó su pecho, hundiéndose y alcanzándole el pulmón derecho. Después, cayó de rodillas y dejó escapar su arma de entre las manos.
- ¡Tú! –Exclamó al ver una silueta de cabeza emplumada en la penumbra.- Creí que te había perdido el rastro, cuando cruce el río.
Bragan volvió a vagar por última vez entre imágenes y recuerdos pero esta vez eran más recientes. Vio a su tercera y última víctima, un joven hijo de indios apaches. El forajido huía desenfrenadamente por medio del desierto y se topó con una pequeña tribu. Había escuchado cientos de historias estremecedoras sobre las victimas a manos de pieles rojas. Así que intentó robar algo de alimento para el camino y pasar de largo. En su estrepitosa huida, mató de manera irremediable a un joven muchacho de aquella tribu.
- Era tu hijo, ¿verdad salvaje? –No sabía si el indio le entendía pero tampoco le importo.- Sabía que este era mi destino… pero me fastidia que sea a manos de un perro salvaje.
El apache se acercó hasta el pistolero y bajo un solemne silencio, le arranco la cabellera con su machete, mientras su corazón aun seguía latiendo. Los chillidos de Kenneth Bragan el renegado, se extendieron por todo el poblado.

En la mañana siguiente, una multitud de curiosos habían rodeado los tres cuerpos. La mayoría en aquel lugar, aceptó de buen acuerdo que el mismísimo diablo había surgido del infierno, para llevarse el alma de aquellos tres individuos. Algunos porfiaban en que había poseído primero al forastero, para acabar con la vida del pobre Turan y el tabernero, movido por la avaricia que le había imprimido en su alma el demonio. Renglón seguido, esto mismo le habría llevado al suicidio, aunque de una manera bastante extraña. En los días sucesivos, el pueblo fue desapareciendo en el silencio y de forma lenta. Nadie se preocupó en seguir indagando sobre aquellas muertes. Los escasos habitantes, mermados por el miedo, dejaban atrás un pueblo asustado por falsas especulaciones. Todos llegaron a la misma conclusión, ninguna leyenda sobre el posible oro, merecía tanto la pena como para aceptar la muerte o una maldición de por vida. 



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