LOS PRIMEROS DEL BOSQUE:
Durante
el Japón feudal, vivían un leñador y su familia en un frondoso bosque al pie
del monte Fuji, manteniéndose al margen en las disputas entre clanes vecinos.
Quisiera el destino para esta historia, que un grupo de borrachos armados con
catanas huyeran al territorio que habitaba esta familia. Cuando el leñador se
percató de la situación decidió ocultar a su familia bajo el suelo de la casa, junto
a las reservas para el invierno. Luego recibió a los intrusos. Estos samuráis sin
amo en seguida comieron las pocas existencias de la casa y descontentos, no
dudaron en matar al solitario ermitaño. El hombre temiendo por su vida juró que
ciertos espíritus del bosque duplicaban los víveres, cada vez que alguien consagraba
un poco de sake en la entrada de su casa. Durante la noche los hijos del
leñador vaciaron el plato de sake, dejando alimento de la forma que había
indicado su padre. De este modo, salvaron su vida. Viendo como su credibilidad
aumentaba el leñador se atrevió a ir un paso más allá. Entones, juró que otros
espíritus del bosque, más poderosos todavía, proveían de riquezas, cada vez que
un samurái consagraba un arma en la entrada de su casa. Durante la noche los
hijos del leñador, nuevamente se hicieron con las pocas armas depositadas, dejando
baratijas rapiñadas a guerreros caídos. Sin embargo, el gesto los puso en
cólera, descontentos por la recompensa. Entonces, el leñador vio la oportunidad
y juró una vez más, que otros espíritus del bosque, aún más poderosos todavía,
proveían de muchas más riquezas, cada vez que un hombre entregaba todas sus pertenencias.
Esa noche, los hijos del leñador se hicieron con las armas y no dejaron nada a
cambio. Aquellos ronin ebrios por el sake dormían sin percatarse de que el
leñador y sus hijos, los espíritus del bosque, atravesaban las paredes para
huir con el botín, mientras otros samuráis vagabundos llegaban a la casa
encantada en busca de sangre para sus catanas.
UNO POR NOCHE:
Quisiera
el caprichoso destino que dos náufragos de muy distinta condición quedaran a la
deriva por la inmensidad del océano atlántico, tras el naufragio de “La
esperanza”, un velero esclavista que partió del centro de África. Uno de ellos
era Tamango, un individuo enorme, de piel de ébano, acostumbrado al canibalismo
en su lugar de origen. El otro era Institor, un tratante español sin escrúpulos.
Esta situación entre ambos hombres los mantenía abocados a permanecer juntos, soportándose
mutuamente, pues Institor no tenía medios para matar a Tamango, más fuerte y ágil,
pero el africano tampoco se atrevía a acabar con la vida de su acompañante, pues
él no sabía pilotar aquella enorme máquina marina. Con el paso de los días,
Tamango empezó a acuciar el hambre. Así pues, no se le ocurrió otra cosa que
cortar un miembro del español por cada noche transcurrida. Institor amaneció un
día sin piernas. Otro sin brazos. Hasta que un día quedó hecho un macabro tocón
con muñones donde antes había extremidades. El turbado español interpeló una última
vez a la enorme figura de ébano, gritándole que había perdido el juicio y que a
su muerte él jamás podría regresar a casa. A lo que el negro respondió con
sinceridad que no era el sentido común quien devoraba el alimento que le
correspondía, sino su propia naturaleza.
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