FOSFENOS RUPESTRES:
El
Shanmur del grupo no era el único en usar mensajes cifrados,
enviados por la diosa creadora para todos los que tomaban sus hierbas
rituales, una mezcla de plantas pasadas por el mortero y consagradas
con el líquido vital de animales. Por el contrario, sí era el
primero en no revestir a los suyos con las visiones reiterativas:
puntos, círculos blancos sobre fondos negros; rayas blancas y negras
que se entrecruzan, dibujando figuras simples. Formas que encerraban
el contenido ocre, de la arcilla sagrada, protegiendo a aquellos que
las portaban. Tampoco era venerado por iniciar un sinfín de
ceremonias en las profundidades de la madre, la boca más oculta a
ojos mortales. Ni por usar la bendición de quienes se entregaban al
éxtasis. El Shanmur era reconocido entre sus iguales como el primero
en atreverse a expresar ese lenguaje, directamente sobre la irregular
piedra, en las inmortales entrañas de la Tierra.
CRISTO DE LA EPIDEMIA:
El
muchacho se arrimó al camastro de su progenitor con el ánimo del
consuelo.
-
El señor párroco me pide que le avise, padre, pues debe rezar todo
lo que pueda. –Dijo mostrando su mejor cara, aunque tiznada.
-
¡Ay, hijo mío! -Se lamentó el adusto padre.- Nuestro señor,
parece que se haya olvidado de Málaga, como lo hiciera en tiempos de
los grandes señores.
-
Pierda cuidado, usted, que todo tiene un porque.
-
Sí, eso dicen…
-
¡Que tenga fe le digo, padre! Pues el señor párroco dice que se ha
obrado milagro… -Se detuvo un instantes.- ¡Sepa que un Crucificado
ha señalado el lugar donde debemos “procesionar”, para que Dios
cumpla con el castigo!
-
Rezaré por eso, hijo mío, porque Dios acabe con las miasmas del
mal. También rezaré por tu madre, que el señor la tenga en su
seno. -Paseó el enfermo un vetusto pañuelo femenino entre las
manos. -¿Y qué hay de los poderes civiles?
ESTABLECER Y PROGRESAR:
Desde
la lanzadera exterior, los físicos e ingenieros hacían sus cábalas,
mientras el propulsor del cohete despedía enormes chorros de fuego
al combustionar el frío contenido de las dos grandes columnas
custodias del transbordador espacial. Los tripulantes, una pequeña
comitiva de astronautas, presentían que la llegada a la estación
espacial no sería tan liviana, pero sus ganas de ampliar la MIR,
desde que esta orbitara estable, les mantenían muy por encima del
miedo, del temor a no regresar, de la fría incógnita a lo
desconocido. Varios compañeros esperaban allá arriba, en el
exterior, cuidando de que todo siguiera igual a la llegada del
ansiado relevo. Y una vez pasada las habituales turbulencias del
inicio los mimos astronautas se relajaban con algunos chascarrillos,
propios del nerviosismo. Los novatos en viajes espaciales, mantenían
a duras penas la compostura para aparentar ante la veteranía. Sin
embargo, los más experimentados sabían que debían pensar en todo
momento para mantener el coraje, para tener la cabeza bien fría ante
la inestabilidad del caos, de la realidad externa.
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