domingo, 16 de junio de 2013

Alquimia Vital: Comprensión Lectora. Niv. 2

COMPRENSIÓN LECTORA. NIV. 2:
Habiendo llegado hasta este punto, podemos confiar en crear nuestros propios escritos con los que practicar y dar rienda suelta a nuestras “formas internas”, ya sean de carácter público o privado. Sin embargo, tal vez no nos percatemos de las innumerables formas en las que se manifiestan sobre el papel, los sentimientos o emociones que nos embargan en ese preciso instante. El tránsito de una mala época o las buenas nuevas pueden influir, no solo a nuestra inspiración, sino en nuestro texto directamente. A veces una idea nos ronda continuamente por la cabeza e inconscientemente dejamos que salga en nuestro manuscrito, algo parecido a lo que hemos mencionado en la lección anterior.
Por el contrario, en este ejercicio no intentamos dar salida a estas ideas, sino que procuramos analizar los textos de otros, para encontrar esos conceptos, llevados al manuscrito de forma inconsciente.

PROPUESTA PARA EL EJERCICIO:
El ejercicio trata de leer un texto bastante escueto y simple, sin una idea principal. El concepto de la historia puede no llevar un mensaje explicito pero si uno implícito. En este caso es un concepto positivo, que se repite a lo largo de la narración, reforzando ese sentimiento.
Aquel día salió de casa con un ánimo casi insólito. No sabía desde hacía cuanto tiempo no se sentía de aquella manera pero decidió utilizar esa energía extra, para convertirla en una mañana productiva. Al poco de haber cogido el coche, se percató del escaso tráfico que fluía en las calles y de que la mayor parte de los comercios, aún estaban cerrados, a lo que no quiso darle importancia. Entonces, se convenció de que con el tiempo que estaba ganando, aprovecharía para ponerse al día con el trabajo atrasado en la oficina. Las calles permanecían solitarias, como los ríos sin caudal. A pesar de la quietud que le rodeaba, su disposición no mermo ni un ápice. Le embargaba el entusiasmo suficiente, como para afrontar casi cualquier tarea. Pensó que nada podría cambiarlo. Eso pensó, al menos hasta que llego ante la puerta de su oficina. El cartel del horario en la entrada, le recordó que los domingos no abrían las administraciones.  
A pesar de que este no es el caso, en determinados momentos, exaltar una idea positiva nos puede servir para focalizar nuestros manuscritos en una dirección de cara al lector, con la intención de reconfortar. Como sucede por ejemplo, en el humor de comedia. 

domingo, 9 de junio de 2013

La maldición del cobre. Cap. 2

Al cerrar la tarde, la taberna se vacío de inmediato. Como un montón de liebres asustadas, los pocos habitantes corrían en busca de la seguridad de sus moradas. El tabernero rechoncho, igual que un pelele de trapo, cerró como pudo su negocio, insistiendo una vez más en la imprudencia del joven, sin obtener resultados.
Kenneth se había propuesto recuperar su arma antes de visitar el cobertizo. Si en el pueblo se habían oído chillidos en noches pasadas, era posible que aquellos fueran reales por muy mermados de alcohol que estuviesen sus habitantes. Una vez se acomodó en su lecho, era cuestión de segundos alcanzar el sueño con aquel camastro. Parecía mentira que el simple tintineo de unos pequeños cencerros que colgaban en una vieja pala oxidada, le produjeran el sopor necesario y rápidamente calló en un sueño profundo. De repente, un gran alarido le sobresaltó. Aquella voz tan siniestra, era claramente el lamento de un hombre. Además, provenía del mismo exterior, muy cerca de la taberna. Sin pensarlo dos veces, se abrochó el cinturón que había recuperado, se aseguró de que el tambor del revólver mantenía todas las balas y salió en busca del origen del alboroto nocturno. Al cruzar la entrada, miro en ambas direcciones, aunque le había parecido que el grito, provenía del interior del pueblo. A pesar de ser la vía principal de todo el conjunto de casas, la iluminación de la calle era bastante escasa. Tanto que si en ese instante alguien quisiera acercase hasta Kenneth, el pistolero no podría verlo a menos de tres metros de sus narices. Avanzó entonces, siguiendo la tendencia hacia arriba, percatándose de que la vía giraba ligeramente en una curva a la derecha, ya que el pueblo abrazaba una pequeña loma. Cuando su vista parecía habituarse a la oscuridad que reinaba, comenzó a ver falsas figuras que se movían en la noche, fantasmas que se dibujaban como siluetas fugaces. Luego dudó sobre las palabras de los borrachos de la mesa de juego y la insistente sugerencia de Gene. “Esos malditos viejos me han llenado la cabeza de serpientes”, se dijo. En ese instante, sujetó con fuerza el sombrero contra su cabeza. Esto le dio más seguridad. Al terminar la calle, descubrió la imponente iglesia que la cerraba. El campanario superaba en altura incluso a la taberna y la iluminación en este lado del pueblo era más notable, revelando algunos detalles de la fachada. Una vez la observó con detenimiento, le pareció absurda una construcción de esas dimensiones, en un lugar tan ruinoso. Entonces, distinguió a una figura ancha que se dibujada sobre el portalón principal. Se trataba de alguien con una especie de vestimenta larga y oscura, con la cabeza cubierta bajo un sombreo de ala negra y que portaba un extraña herramienta al hombro. El individuo se encontraba de espaldas a la calle cerrando un enorme candado. Por un momento, el pistolero se dejó llevar por su imaginación y pensó que aquel era el mismísimo diablo, que venía a hacerle una visita al sacerdote. Eso le produjo un sentimiento encontrado. Pero en seguida, descubrió que donde había visto una guadaña y una capa, tan solo había una pala y una sotana por vestimenta. Nada más darse la vuelta el individuo, mostró un saco desgastado en la otra mano.
- Esto huele a boñiga de vaca. -Dijo más aliviado y seguro.- Usted es el famoso padre Turan.
- ¿Quién es usted? –Respondió el cura sobrecogido, dejando caer de golpe todo lo que llevaba entre las manos.- ¿Y cómo me conoce?
- Yo, soy el nuevo sheriff. –Le confesó, recordando una vez más a su primera víctima.- Tan solo venía a hacerle una consulta, padre.
- ¿Qué? ¿Cómo? –Aclamó indignado y con cara de asombro.- Cuando se ha nombrado un nuevo sheriff en este pueblo. Nadie me lo ha consultado.
- ¿Cuándo ha tenido un sheriff este nido de ratas? ¿Verdad padre?
El cura recogió la pala. A Kenneth, que aun no había desenfundado su arma, se le hacía imposible creer que aquel hombre de dios, quisiera enfrentarse a él con una mísera herramienta pero por si acaso, se llevó las manos a la hebilla del cinto. Turan pareció percatarse de inmediato, en el arma de su posible delator.
- Oye… mira, no sé lo que te habrán contado pero yo solo quiero lo que le corresponde a dios, que para eso es nuestro creador y reden...
- ¡Óyeme tu a mí, lengua viperina! -Le interrumpió sin miramientos.- Si crees que te vas a marchar con el botín del oro, es que está demasiado jodido.
Con bueno había topado el cura. A Kenneth todo aquel galimatías religioso, le interesaba tanto como el tiempo en el otro extremo del mundo. A continuación, el pistolero le sobrevino la imagen del hombre de la sotana chillando y rápidamente se desmintió algo en su cabeza.
- ¿Quién es tu compinche, malnacido? – Le interrogó.- He oído su chillido y esa no era tu voz.
Turan se mantuvo en silencio. Parecía bastante asustado por lo que acababa de decir.
Por otro lado, tampoco veía en aquel mentecato, las fuerzas suficientes para cavar en las profundidades más recónditas de la mina en solitario. Entonces, centró su mirada fija sobre el aquel rostro redondo, intentando leer en su semblante como en una arriesgada timba. Observó un ligero tic en el ojo derecho. Luego pudo ver como su mirada se giró rápida a la izquierda, posándose en algún lugar de la oscuridad. Tal vez a alguien más gordo que él, intuyó Kenneth. El pistolero se dio media vuelta con la rapidez de un felino, mientras desenfundaba el arma. Apuntó en la dirección, buscando cualquier movimiento en medio de la penumbra. Justo en ese instante, detectó una figura redonda, con un paso torpe y entrecortado, que se aproximaba lentamente. La forma se identificó a la luz. Para satisfacción personal de ambos, se trataba de quien esperaban, Gene el tabernero. Bragan, había recordado, desde que se encontrara con el hombre de la sotana, la pala oxidada en el cobertizo.
Sin embargo, el cuerpo de Gene parecía estar mal trecho, por su paso torpe y errático.
- ¡Tabernero idiota, ésta sucia alimaña nos ha descubierto! ¿Por qué no me has avisado de que habíais nombrado a un sheriff? –Le gritó Turan.
El seboso balbuceó algo inteligible. Tenía la mirada fija en el pistolero, con los ojos a punto de estallar. Sus pupilas estaban completamente contraídas en un pequeño punto, como si fuesen a desaparecer en cualquier momento. Luego cayó al suelo, desplomándose con el sonido de un peso muerto. Su espalda dejaba al descubierto, una herida horrible, con el aspecto de un comedero para buitres. Kenneth recordó entonces el chistoso comentario del gordo sobre estas aves rapiñas. Por ello se le dibujó una ligera sonrisa en la cara. Y en seguida, se tornó en una expresión de desconcierto.
- Pero ¿quién coño ha podido…? –Exclamó.
Bragan había olvidado por completo a Turan que vio la oportunidad perfecta a sus espaldas. El improvisado sheriff permanecía con su mirada fija en el cadáver. Entonces, alzó los brazos, con la pala entre sus manos y se aproximó de manera silenciosa. Al dar su tercer paso, el sacerdote declaró su propia sentencia de muerte. Kenneth se giró en seguida, avisado por la alargada sombra que proyectaba Turan, y una bala de colt atravesó el corazón del sacerdote, deteniendo el musculo vital de su dueño. “Delatado por su oronda codicia”, pensó.
Bragan aún no respiraba con tranquilidad. Sabía que algo oculto en la oscuridad había acabado con la vida del tabernero. Además, él se encontraba bajo los focos de luz y eso lo delataba ante cualquier enemigo escondido en la sombra. Justo en ese preciso instante, la hoja fría de un cuchillo arrojadizo atravesó su pecho, hundiéndose y alcanzándole el pulmón derecho. Después, cayó de rodillas y dejó escapar su arma de entre las manos.
- ¡Tú! –Exclamó al ver una silueta de cabeza emplumada en la penumbra.- Creí que te había perdido el rastro, cuando cruce el río.
Bragan volvió a vagar por última vez entre imágenes y recuerdos pero esta vez eran más recientes. Vio a su tercera y última víctima, un joven hijo de indios apaches. El forajido huía desenfrenadamente por medio del desierto y se topó con una pequeña tribu. Había escuchado cientos de historias estremecedoras sobre las victimas a manos de pieles rojas. Así que intentó robar algo de alimento para el camino y pasar de largo. En su estrepitosa huida, mató de manera irremediable a un joven muchacho de aquella tribu.
- Era tu hijo, ¿verdad salvaje? –No sabía si el indio le entendía pero tampoco le importo.- Sabía que este era mi destino… pero me fastidia que sea a manos de un perro salvaje.
El apache se acercó hasta el pistolero y bajo un solemne silencio, le arranco la cabellera con su machete, mientras su corazón aun seguía latiendo. Los chillidos de Kenneth Bragan el renegado, se extendieron por todo el poblado.

En la mañana siguiente, una multitud de curiosos habían rodeado los tres cuerpos. La mayoría en aquel lugar, aceptó de buen acuerdo que el mismísimo diablo había surgido del infierno, para llevarse el alma de aquellos tres individuos. Algunos porfiaban en que había poseído primero al forastero, para acabar con la vida del pobre Turan y el tabernero, movido por la avaricia que le había imprimido en su alma el demonio. Renglón seguido, esto mismo le habría llevado al suicidio, aunque de una manera bastante extraña. En los días sucesivos, el pueblo fue desapareciendo en el silencio y de forma lenta. Nadie se preocupó en seguir indagando sobre aquellas muertes. Los escasos habitantes, mermados por el miedo, dejaban atrás un pueblo asustado por falsas especulaciones. Todos llegaron a la misma conclusión, ninguna leyenda sobre el posible oro, merecía tanto la pena como para aceptar la muerte o una maldición de por vida. 



La maldición del cobre. Cap. 1

Al fin llegó a un extraño lugar, el cual podía denominar a duras penas un poblado. Más bien parecían un conjunto de casas mal ubicadas. Su mirada recorrió de un extremo a otro, lo que consideró que debía ser la calle principal. Los ojos buscaban encontrase con la presencia de un habitante. Sin embargo, todo permanecía solitario y en apacible calma. Esa sensación, ya le era bastante familiar. Había tenido tiempo suficiente para acostumbrarse a la quietud del desierto, en contraste con su ajetreado pasado, como hombre de abundante compañía. En otro tiempo, se había disfrutado de la compañía de asesinos, pendencieros y fugitivos.
Pero compañía al fin y al cabo.
Entonces, avanzó calle arriba, mientras vencía el temor de tener que matar y salir huyendo de nuevo. La culpa la tenía esa maldición en forma de orden estatal que le perseguía y que jamás le hizo justicia. No había asesinado ni a la mitad de hombres que se le atribuían. Solo tres habían sido las víctimas a manos de su revólver, entre ellos, el sheriff de su ciudad. Para su nefasta fortuna, parecía suficiente y por ese motivo, decidió que había llegado el momento de colgar el cinto, al menos durante una temporada. Era muy posible que en aquel lugar remoto y perdido, nadie le reconociera. Con esa intención, se había atrevido a cruzar el desierto, a sabiendas de los peligros que acechan.
En ese momento, se dispararon unos gritos amenazadores, como balas al comienzo de un tiroteo después de un incómodo silencio, que en seguida coparon toda su atención. El alboroto provenía de su derecha, en el interior de una vieja taberna. La vetusta construcción, tenía un cartelón de madera colgado en la puerta, balanceándose al soplo del viento. Pudo oír como chirriaban las desgastadas cadenas que lo sostenían. A un simple vistazo, parecía el antro más grande y lujoso, en aquel agujero del mundo. Se aproximó hasta la puerta abatible del local para echar un vistazo. El ambiente se estaba caldeando en una mano de Blackjack, entre tres jugadores borrachos, dando pie a un inminente enfrentamiento. Había llegado justo a tiempo para la función de tarde. Por el contrario, el local quedó mudo al instante, cuando el forastero cortó la luz de la entrada con su silueta. Parecía evidente que en aquel lugar no estaban muy acostumbrados a las visitas. Entonces, bacilo unos pocos segundos y con paso firme, empujó la puerta.
- ¿Quién sois, hijo? -Se apresuró el dueño oculto hasta la cintura, tras una vieja barra.
El forajido no quiso responder al instante, sino que espero a llegar junto al tabernero. Con que lo supiese el gordo curioso, le pareció suficiente.  
- Kenneth. -Obvió su apodo de fugitivo.- Kenneth Bragan.
Quería empezar con buen pie en aquel lugar y para ello se había encargado previamente de esconder su revólver a unos cuantos metros de la entrada del pueblo. Sin lugar a dudas, eso le daría aún más credibilidad en su nueva vida.
- ¿Y a que ha venido a este maldito lugar, Kenneth?
El resto del local volvió lentamente a su trifurca, aunque con recelo y observando de manera descarada la situación del nuevo.
- Por lo que he visto hasta el momento, tiene poco de maldito. A excepción de este sitio, el pueblo parece un remanso de paz. ¿Existe la posibilidad de adquirir en estas tierras, una granja con reses?
El entrometido comenzó a reírse nada más oír sus palabras. Luego, viendo su semblante serio le respondió, intentando mantener la compostura:
- Hijo, espero que no le moleste mi atrevimiento. –El joven negó con la cabeza y el tabernero continuó.- A este lado del desierto no cruzan ni los buitres. Además, aquí ni tan siquiera crece la maleza. –Mientras decía esto, le sirvió un líquido transparente en un vaso sucio y siguió riendo con sorna.- ¡Venga! Al primer trago invita la casa.
A pesar de lo que decía el tabernero, Kenneth sabía lo que significaba aquel andrajoso trozo de tierra. Todo lo que el buscaba de aquel pueblo era tranquilidad y no precisamente buitres.
- ¿Tiene algún sitio donde pueda pasar la noche? –Preguntó de nuevo, con una entonación más recia, denotando incomodidad por las continuas bromas del gordo.
- En este sitio nunca recibimos a nadie, hijo. Lo único que te puedo ofrecer es un montón de paja, en el cobertizo de atrás.
Kenneth recordó el desierto. En comparación al duro y frio suelo, aquello parecía todo un lujo.
- ¿Le parecen bien dos monedas por una noche?
- Serán más que suficiente. –Respondió el dueño que cogió una nueva botella y volvió a llenarle el vaso. Luego, acercándose otro vaso lo lleno para sí, lo levanto en ademán de brindis y bromeó entre risas:- Por ese abundante pasto entre las rocas áridas, para su futuro ganado… -Y luego siguió riendo.
En otro momento y lugar, el forajido le habría tumbado todos los sucios dientes que asomaban por esa grasienta bocaza, con su derecha más directa pero la soledad le había enseñado a ser mas paciente y su voluntario desarme, mas frio que una noche en el desierto. Así pues, con una mueca le siguió el juego, a la vez que agachaba el rostro para ocultar su semblante tenso, detrás del ala de su sombrero.
- Me llamo Gene, hijo. –Volvió a utilizar la repetitiva coletilla el propietario del antro.- Tal vez el único tabernero que exista jamás en este endemoniado pueblo. Y disculpa a la gente de por aquí si no se muestran más amables, nunca vemos pasar a nadie y no andamos acostumbrado a la visita de forasteros. Por otro lado, ¿espero que no seas un forajido?- Cambió de tercio.
- Por supuesto que no. -Respondió con su mejor cara de póker.
- Eso está bien, hijo. Por aquí no queremos problemas. Este lugar es tan aburrido que la gente se muere literalmente de asco.
- No se preocupe, no vengo buscando problemas.
Mientras tanto, a sus espaldas, Kenneth observó que el ambiente de la mesa de naipes se había enfriado, hasta el punto de que los tres jugadores habían guardado las cartas para dar paso a una extraña comidilla de viejos lugareños.
- Anoche volvió a ocurrir, ¿lo oísteis? Yo, sí. –Aseguro uno de los borrachos sentados en la mesa, con una entonación forzada e intentando enfatizar sus palabras.- Se oyó ese tintineo, como de costumbre.
- ¿Tú también lo oíste? –Corroboró lo dicho de inmediato otro, al mismo tiempo que mostraba media dentadura. 
- ¿Pero quién no lo ha oído? Después de esos extraños ruidos y golpes en la mina de cobre, se oyeron los horribles chillidos de siempre. Era como si mataran a alguien junto a mi propia casa. No me atreví ni asomar la cabeza por la ventana. –Se lamentaba el tercero en discordia, después de escupir un chorro negro como la tinta de su boca, en el interior de una escupidera enmohecida.
- Lo mejor será sellar de una vez la antigua mina, tal y como dijo el padre Turan. –Proponía de nuevo, el que había iniciado la conversación.
A Kenneth le pareció aquel dialogo una absurda historia local, algo así como una vieja leyenda del folclore popular, con el que atemorizar a los más ingenuos. “Así se alimentan las malas historias”, pensó escuchando desde la barra.
- Pero esa mina es lo único que nos mantiene anclados a esta árida tierra. Mi familia hace tiempo que se marchó hacia el este, en busca de fortuna. En cambio, yo me quedé únicamente por la dichosa mina de cobre.
- Harris tiene razón. La mina es lo único que mantiene a este pueblo fantasma.
El gordo Gene, salió de detrás de la barra para dejar su amorfo cuerpo al descubierto. Se aproximó hasta la mesa de tres y sirvió nuevas copas, mientras comentaba algo por lo bajo.
- Ya basta viejos. No hace falta airear los problemas de este lugar delante del desconocido.
- Es lo que hay por aquí. -Contesto uno bebiéndose el trago en un suspiro.
- Ya pero es algo que Kenneth, no tiene porque saber. Como él bien ha dicho está aquí de paso. Al mismo tiempo que decía esto, se daba la vuelta para señalarlo con la mirada. Luego volvió a hablar casi convencido de sus palabras:
- Además, el muchacho muy pronto se marchará, ¿no es cierto?
- Yo no he dicho eso. –Sentenció el joven con voz firme.
- Sera lo mejor para ti, hijo. Si no quieres verte mezclado en la maldición de este escondrijo del demonio, será mejor que te vayas, es un consejo. –Porfió Gene.
- Del sitio del que vengo, las maldiciones solo persiguen a los hombres y no se quedan en un lugar perenne. –Le respondió Kenneth.
El tabernero volvió a reír como si no supiese hacer otra cosa. Se agitó en una especie de espasmos y le temblaron todos los pliegues de carne de la papada. Luego apuntó.
- Este sitio esta tan apartado del mundo, que es diferente a todo, hijo.
- Tal vez. –Le interrumpió.- Yo solo digo, que en estos casos lo mejor es tener siempre un hombre de dios a mano… ¿no es así, amigos? –Les devolvió el sarcasmo.
- Sí. Lo tienes al final de la calle. –Contestó uno de los tres de la mesa.- Y su consejo ha sido desde el primer día, que cerráramos la mina y abandonáramos esta tierra. –El tipo chapurreaba sin disimulo, con un tosco acento.- Pero algunos llevamos toda la vida aquí. No podemos irnos sin más, forastero.
Bragan recordaba ahora días pasados, cuando todo eran juegos, mujeres y vicios. Por su memoria anduvo en imágenes salteadas, entre días en los que no habría tenido ningún reparo en enfrentarse a esa y todas las maldiciones posibles. Un tiempo después, comprendió que la única maldición a la que se debía enfrentar era a la que se estaba labrando con su propia vida.
Al final de aquel tiempo, ya había matado a su segunda víctima, la que le sellaría a fuego el sobrenombre de “el renegado”. En un par de ocasiones se había enfrentado a su padre, un forajido asaltador de trenes y cuatrero del este, más conocido como Jack Bragan y apodado de igual manera. Cuando le alcanzó a este la muerte, bajo el certero cañón del revólver de su propio hijo, Kenneth obtuvo la herencia y maldición que le perseguiría allá a donde fuere.
- No conozco nada en estas tierras que no se haya resuelto con un par de tiros de un revolver colt. –Volvió como si nada a la conversación.
- Pues hijo, allá tú. -Espetó el tabernero que intentaba persuadirle.- Quédate si quieres.
- Sí, Gene tiene razón. No debes quedarte muchacho. -Apostilló de nuevo uno de los borrachos de la mesa.- El diablo vendrá como hace cada noche y se llevará tu alma más rápido que un coyote con tu gallina en la boca. –El palurdo abría los ojos como platos, al decir estas palabras.
- No os preocupéis tanto por mí, viejos. Aún no he visto nada mejor que hacer entre estas pocas casuchas. –Entonces, se le paso por la cabeza la idea de una posible recompensa.- ¿Se puede saber qué se extrae en esa misteriosa mina, que os mantiene aquí?
Todos los presentes quedaron mudos repentinamente. Parecía un silencio incómodo y pactado, para ocultar una vieja promesa.
- Hijo, -se apresuro Gene que volvió tras la barra- en esa guarida de demonios tan solo hay cobre, únicamente cobre.
- ¿Y para eso tanto revuelo? –Insistió al intuir que podía haber algo más.- ¿Por una vieja mina de cobre?
- Bueno, según se cuenta, en algún ramal de esas viejas fosas de Satanás, existen pepitas de oro del tamaño de un puño. Pepitas, que están esperando a que alguien les eche el guante. –Vaciló unos segundos.- Pero claro, esa historia es tan antigua como la maldición que asola al pueblo.
Parecía que la insistencia de Bragan daba sus frutos. El tabernero quedó sorprendido de la perspicacia con la que el joven había sacado el secreto del pueblo.

-De acuerdo. Esta noche permaneceré con los ojos bien abiertos, no vaya a ser que el diablo venga a por mí cándida alma. –Se mofó Kenneth nuevamente.