Al fin llegó a un extraño lugar, el
cual podía denominar a duras penas un poblado. Más bien parecían un conjunto de
casas mal ubicadas. Su mirada recorrió de un extremo a otro, lo que consideró
que debía ser la calle principal. Los ojos buscaban encontrase con la presencia
de un habitante. Sin embargo, todo permanecía solitario y en apacible calma.
Esa sensación, ya le era bastante familiar. Había tenido tiempo suficiente para
acostumbrarse a la quietud del desierto, en contraste con su ajetreado pasado,
como hombre de abundante compañía. En otro tiempo, se había disfrutado de la
compañía de asesinos, pendencieros y fugitivos.
Pero compañía al fin y al cabo.
Entonces, avanzó calle arriba,
mientras vencía el temor de tener que matar y salir huyendo de nuevo. La culpa
la tenía esa maldición en forma de orden estatal que le perseguía y que jamás
le hizo justicia. No había asesinado ni a la mitad de hombres que se le
atribuían. Solo tres habían sido las víctimas a manos de su revólver, entre
ellos, el sheriff de su ciudad. Para su nefasta fortuna, parecía suficiente y
por ese motivo, decidió que había llegado el momento de colgar el cinto, al
menos durante una temporada. Era muy posible que en aquel lugar remoto y
perdido, nadie le reconociera. Con esa intención, se había atrevido a cruzar el
desierto, a sabiendas de los peligros que acechan.
En ese
momento, se dispararon unos gritos amenazadores, como balas al comienzo de un
tiroteo después de un incómodo silencio, que en seguida coparon toda su atención.
El alboroto provenía de su derecha, en el interior de una vieja taberna. La
vetusta construcción, tenía un cartelón de madera colgado en la puerta,
balanceándose al soplo del viento. Pudo oír como chirriaban las desgastadas
cadenas que lo sostenían. A un simple vistazo, parecía el antro más grande y
lujoso, en aquel agujero del mundo. Se aproximó hasta la puerta abatible del
local para echar un vistazo. El ambiente se estaba caldeando en una mano de
Blackjack, entre tres jugadores borrachos, dando pie a un inminente
enfrentamiento. Había llegado justo a tiempo para la función de tarde. Por el
contrario, el local quedó mudo al instante, cuando el forastero cortó la luz de
la entrada con su silueta. Parecía evidente que en aquel lugar no estaban muy
acostumbrados a las visitas. Entonces, bacilo unos pocos segundos y con paso
firme, empujó la puerta.
- ¿Quién
sois, hijo? -Se apresuró el dueño oculto hasta la cintura, tras una vieja
barra.
El forajido
no quiso responder al instante, sino que espero a llegar junto al tabernero.
Con que lo supiese el gordo curioso, le pareció suficiente.
- Kenneth.
-Obvió su apodo de fugitivo.- Kenneth Bragan.
Quería
empezar con buen pie en aquel lugar y para ello se había encargado previamente
de esconder su revólver a unos cuantos metros de la entrada del pueblo. Sin
lugar a dudas, eso le daría aún más credibilidad en su nueva vida.
- ¿Y a que
ha venido a este maldito lugar, Kenneth?
El resto del
local volvió lentamente a su trifurca, aunque con recelo y observando de manera
descarada la situación del nuevo.
- Por lo que
he visto hasta el momento, tiene poco de maldito. A excepción de este sitio, el
pueblo parece un remanso de paz. ¿Existe la posibilidad de adquirir en estas
tierras, una granja con reses?
El
entrometido comenzó a reírse nada más oír sus palabras. Luego, viendo su
semblante serio le respondió, intentando mantener la compostura:
- Hijo, espero
que no le moleste mi atrevimiento. –El joven negó con la cabeza y el tabernero
continuó.- A este lado del desierto no cruzan ni los buitres. Además, aquí ni
tan siquiera crece la maleza. –Mientras decía esto, le sirvió un líquido
transparente en un vaso sucio y siguió riendo con sorna.- ¡Venga! Al primer
trago invita la casa.
A pesar de
lo que decía el tabernero, Kenneth sabía lo que significaba aquel andrajoso
trozo de tierra. Todo lo que el buscaba de aquel pueblo era tranquilidad y no
precisamente buitres.
- ¿Tiene
algún sitio donde pueda pasar la noche? –Preguntó de nuevo, con una entonación
más recia, denotando incomodidad por las continuas bromas del gordo.
- En este
sitio nunca recibimos a nadie, hijo. Lo único que te puedo ofrecer es un montón
de paja, en el cobertizo de atrás.
Kenneth
recordó el desierto. En comparación al duro y frio suelo, aquello parecía todo
un lujo.
- ¿Le
parecen bien dos monedas por una noche?
- Serán más
que suficiente. –Respondió el dueño que cogió una nueva botella y volvió a
llenarle el vaso. Luego, acercándose otro vaso lo lleno para sí, lo levanto en
ademán de brindis y bromeó entre risas:- Por ese abundante pasto entre las
rocas áridas, para su futuro ganado… -Y luego siguió riendo.
En otro
momento y lugar, el forajido le habría tumbado todos los sucios dientes que
asomaban por esa grasienta bocaza, con su derecha más directa pero la soledad
le había enseñado a ser mas paciente y su voluntario desarme, mas frio que una
noche en el desierto. Así pues, con una mueca le siguió el juego, a la vez que
agachaba el rostro para ocultar su semblante tenso, detrás del ala de su
sombrero.
- Me llamo
Gene, hijo. –Volvió a utilizar la repetitiva coletilla el propietario del
antro.- Tal vez el único tabernero que exista jamás en este endemoniado pueblo.
Y disculpa a la gente de por aquí si no se muestran más amables, nunca vemos
pasar a nadie y no andamos acostumbrado a la visita de forasteros. Por otro
lado, ¿espero que no seas un forajido?- Cambió de tercio.
- Por
supuesto que no. -Respondió con su mejor cara de póker.
- Eso está
bien, hijo. Por aquí no queremos problemas. Este lugar es tan aburrido que la
gente se muere literalmente de asco.
- No se
preocupe, no vengo buscando problemas.
Mientras
tanto, a sus espaldas, Kenneth observó que el ambiente de la mesa de naipes se
había enfriado, hasta el punto de que los tres jugadores habían guardado las
cartas para dar paso a una extraña comidilla de viejos lugareños.
- Anoche
volvió a ocurrir, ¿lo oísteis? Yo, sí. –Aseguro uno de los borrachos sentados
en la mesa, con una entonación forzada e intentando enfatizar sus palabras.- Se
oyó ese tintineo, como de costumbre.
- ¿Tú
también lo oíste? –Corroboró lo dicho de inmediato otro, al mismo tiempo que
mostraba media dentadura.
- ¿Pero
quién no lo ha oído? Después de esos extraños ruidos y golpes en la mina de
cobre, se oyeron los horribles chillidos de siempre. Era como si mataran a
alguien junto a mi propia casa. No me atreví ni asomar la cabeza por la
ventana. –Se lamentaba el tercero en discordia, después de escupir un chorro
negro como la tinta de su boca, en el interior de una escupidera enmohecida.
- Lo mejor
será sellar de una vez la antigua mina, tal y como dijo el padre Turan.
–Proponía de nuevo, el que había iniciado la conversación.
A Kenneth le
pareció aquel dialogo una absurda historia local, algo así como una vieja
leyenda del folclore popular, con el que atemorizar a los más ingenuos. “Así se
alimentan las malas historias”, pensó escuchando desde la barra.
- Pero esa mina
es lo único que nos mantiene anclados a esta árida tierra. Mi familia hace
tiempo que se marchó hacia el este, en busca de fortuna. En cambio, yo me quedé
únicamente por la dichosa mina de cobre.
- Harris
tiene razón. La mina es lo único que mantiene a este pueblo fantasma.
El gordo
Gene, salió de detrás de la barra para dejar su amorfo cuerpo al descubierto.
Se aproximó hasta la mesa de tres y sirvió nuevas copas, mientras comentaba
algo por lo bajo.
- Ya basta
viejos. No hace falta airear los problemas de este lugar delante del
desconocido.
- Es lo que
hay por aquí. -Contesto uno bebiéndose el trago en un suspiro.
- Ya pero es
algo que Kenneth, no tiene porque saber. Como él bien ha dicho está aquí de
paso. Al mismo tiempo que decía esto, se daba la vuelta para señalarlo con la
mirada. Luego volvió a hablar casi convencido de sus palabras:
- Además, el
muchacho muy pronto se marchará, ¿no es cierto?
- Yo no he
dicho eso. –Sentenció el joven con voz firme.
- Sera lo
mejor para ti, hijo. Si no quieres verte mezclado en la maldición de este
escondrijo del demonio, será mejor que te vayas, es un consejo. –Porfió Gene.
- Del sitio
del que vengo, las maldiciones solo persiguen a los hombres y no se quedan en
un lugar perenne. –Le respondió Kenneth.
El tabernero
volvió a reír como si no supiese hacer otra cosa. Se agitó en una especie de
espasmos y le temblaron todos los pliegues de carne de la papada. Luego apuntó.
- Este sitio
esta tan apartado del mundo, que es diferente a todo, hijo.
- Tal vez. –Le
interrumpió.- Yo solo digo, que en estos casos lo mejor es tener siempre un
hombre de dios a mano… ¿no es así, amigos? –Les devolvió el sarcasmo.
- Sí. Lo
tienes al final de la calle. –Contestó uno de los tres de la mesa.- Y su
consejo ha sido desde el primer día, que cerráramos la mina y abandonáramos
esta tierra. –El tipo chapurreaba sin disimulo, con un tosco acento.- Pero
algunos llevamos toda la vida aquí. No podemos irnos sin más, forastero.
Bragan
recordaba ahora días pasados, cuando todo eran juegos, mujeres y vicios. Por su
memoria anduvo en imágenes salteadas, entre días en los que no habría tenido
ningún reparo en enfrentarse a esa y todas las maldiciones posibles. Un tiempo
después, comprendió que la única maldición a la que se debía enfrentar era a la
que se estaba labrando con su propia vida.
Al final de
aquel tiempo, ya había matado a su segunda víctima, la que le sellaría a fuego
el sobrenombre de “el renegado”. En un par de ocasiones se había enfrentado a
su padre, un forajido asaltador de trenes y cuatrero del este, más conocido
como Jack Bragan y apodado de igual manera. Cuando le alcanzó a este la muerte,
bajo el certero cañón del revólver de su propio hijo, Kenneth obtuvo la herencia
y maldición que le perseguiría allá a donde fuere.
- No conozco
nada en estas tierras que no se haya resuelto con un par de tiros de un
revolver colt. –Volvió como si nada a la conversación.
- Pues hijo,
allá tú. -Espetó el tabernero que intentaba persuadirle.- Quédate si quieres.
- Sí, Gene
tiene razón. No debes quedarte muchacho. -Apostilló de nuevo uno de los
borrachos de la mesa.- El diablo vendrá como hace cada noche y se llevará tu
alma más rápido que un coyote con tu gallina en la boca. –El palurdo abría los
ojos como platos, al decir estas palabras.
- No os
preocupéis tanto por mí, viejos. Aún no he visto nada mejor que hacer entre
estas pocas casuchas. –Entonces, se le paso por la cabeza la idea de una
posible recompensa.- ¿Se puede saber qué se extrae en esa misteriosa mina, que
os mantiene aquí?
Todos los
presentes quedaron mudos repentinamente. Parecía un silencio incómodo y
pactado, para ocultar una vieja promesa.
- Hijo, -se
apresuro Gene que volvió tras la barra- en esa guarida de demonios tan solo hay
cobre, únicamente cobre.
- ¿Y para
eso tanto revuelo? –Insistió al intuir que podía haber algo más.- ¿Por una
vieja mina de cobre?
- Bueno,
según se cuenta, en algún ramal de esas viejas fosas de Satanás, existen
pepitas de oro del tamaño de un puño. Pepitas, que están esperando a que
alguien les eche el guante. –Vaciló unos segundos.- Pero claro, esa historia es
tan antigua como la maldición que asola al pueblo.
Parecía que
la insistencia de Bragan daba sus frutos. El tabernero quedó sorprendido de la
perspicacia con la que el joven había sacado el secreto del pueblo.
-De acuerdo.
Esta noche permaneceré con los ojos bien abiertos, no vaya a ser que el diablo
venga a por mí cándida alma. –Se mofó Kenneth nuevamente.