Durante su estancia en la Tierra, de donde era
originario, se codeaba entre la gente importante o como solían llamarlos, personas
de presencia solicitada. El general era uno de esos héroes de guerra, versado
en mil batallas y conocido por muchos. Envidiado por más aún. Jamás había
dejado nada sin resolver. Para Dan todo comenzaba como un intrépido juego, uno
de esos en los que siempre se muestra una solución final al puzle. Pues él
estaba capacitado para encontrar siempre la salida exacta al laberinto. Tal vez
era un poco temerario pero acaso no lo somos todos cuando amamos las aventuras
extremas, que te dan vida. Los que le conocían de forma más personal, aseguraban
ciertamente que era un hombre el cual perdía su esencia en cuanto volvía a
pisar la superficie terrestre. Nadie dudaba por tanto, que los viajes
interplanetarios estaban hechos a su entera medida. Durante los últimos quince
años, antes de su defunción, se habían sucedido continuas incursiones a muy distintos
mundos, más allá de las estrellas, encabezadas siempre por su persona. Estos
viajes, pronto le procuraron el mérito de multitud de medallas en diferentes
actos valerosos y para los distintos rangos militares, por los que ascendió con
una celeridad inusitada en el ejército. Sin embargo, nunca había encontrado
algo que le llamara tanto su atención como el último planetoide en el que,
junto a su tripulación, habían decidido aterrizar movidos por la curiosidad. También
parecía lógico, cuando aquel indómito paraje se había convertido en su tumba.
Las flores de Dan, nombradas así
posteriormente, eran gigantescas formas vegetales que visualmente formaban la
mejor de las fotografías. Espectaculares y hermosas, proyectaban una serie de
colores muy vivos, que oscilaban según se reflejaban los rayos de las distintas
estrellas de su sistema, sobre las hojas de esta. Los pétalos de aquella maravilla
eran tan suaves que adormecían a las fieras más enfervorecidas y templaban a los
hombres más beligerantes. Un simple roce con la piel humana era suficiente.
Pero para entonces, ya habría hecho efecto su olor o mejor dicho, su perfume
embriagador. Un aroma a melaza, tan dulce como la propia miel y que impregnaba
toda las fosas nasales y saturaban la pituitaria de almizcle, produciendo una
atracción casi mística u orgásmica.
Cuando estos tres sentidos, olor, vista y
tacto, se conjugaban con la peculiar llamada de la flor de Dan, nadie podía
resistirse. Era algo parecido a bailar con la voz de Dios, bajo los efectos de
mil drogas distintas al mismo tiempo. Como retener sin esfuerzo una eyaculación
continua, acostado junto a la diosa Venus, rociada con su mejor perfume. Todo
eso eran motivos suficientes para estar en el interior de una de esas exóticas
formas vegetales. Más eso no restaba importancia a su mortífera intención, pues
es en la naturaleza donde se esconden las trampas más sutiles.
Para el general y el resto de sus hombres, la
situación comenzó a cobrar sentido a medida que la planta desgastaba sus
miembros adormecidos con los potentes jugos gástricos de sus vainas, algo que
por el contrario no dejaba de parecerles maravilloso ya que mientras tanto, se
les oía reír alegremente. Por otro lado, sus mentes extasiadas se nublaban lentamente
para dar paso a la tenue oscuridad eterna. Era una muerte tan agradable, que en
los años posteriores se hicieron multitud de viajes desde la Tierra hasta aquel
apartado planetoide con la intención de sus ocupantes, de expirar la vida de la
misma manera que aquel héroe de guerra que había dado su nombre a una magnifica
flor. Los que se dedicaban a organizar de forma ilegal aquellos viajes,
utilizaban el siguiente eslogan para captar a los nuevos clientes: “Nunca fue mejor una vida que una muerte
maravillosa”.
Una muerte tan cínicamente maravillosa.

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