miércoles, 1 de agosto de 2012

Cuento Macabro: Crujir de huesos.

Con cada paseo, en cada muestra de cariño o afecto, todos podían ver que no era una relación habitual. Era evidente que se trataba de la única niña de su ciudad y a muy seguro del mundo entero, que utilizaba un sapo Goliat como montura. A su padre le había costado casi una vida conseguirlo pero no iba a negarle algo así, a la chiquilla de sus ojos. Sería un verdadero acto de egoísmo no darle a la más joven de la casa lo que pedía. Una afrenta a la lógica, no saciar los deseos de su hija única y querida.
Sin embargo, la pequeña escondía bajo una aparente normalidad, una tiranía absoluta sobre su nueva mascota, tan martirizante para el pobre animal que un roce con su dueña, se convirtió con el paso del tiempo en una tortura sobre su abultada piel. Durante el trascurso de la semana no le negaba al menos un cubo de moscas bien gordas y jugosas. Un sustento nutritivo. Más esto parecía justo. “Se ha merecido una vianda como dios manda”, repetía a diario la madre de la niña. Como en toda regla, aún existía una excepción, pues la niña tenía comprobado que el animal respondía con presteza, cuanta más hambre acuciaba. Y empezó por ahí.
Si el animal no caminaba con la papada hinchada, aunque no tuviese su comida, la pequeña no dudaba en llamar a un vigilante al cargo para que lo apaleara por su falta de decoro. Cuando el sapo gordo y viscoso no respondía a su llamada, ella misma le procuraba esa reprimenda. Para esos casos, utilizaba una vara preparada por su padre, con la que mantenía al anfibio a raya. Jamás permitía que la estúpida actitud de su mascota, tirase al traste las esplendidas reuniones que organizaba, con la intención de mostrarla orgullosa ante sus amigos. 
Cierto día, salió sobre el sapo de paseo por el enorme recinto de casa. Miles de metros de interminable cortijo por los que botar de forma alegre, sobre su lomo blando como una bolsa de agua. La enjuta muchacha aporreaba su cabeza, mientras le pedía a gritos que trotara con celeridad, o que sus botes se elevaran a mayor altura. Cuando de repente, cayó al suelo y se hizo unos ligeros rasguños sobre sus huesudas rodillas. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Muy enfadada decidió dejar al animal sin comida, durante el resto de esa semana. Pero pensó en caliente que se merecía otro castigo aun más severo. Así pues, la próxima vez que salieran juntos, el anfibio llevaría una enorme montura repleta de púas, con la idea de someterla. De esta manera, no se atrevería a tirarla de nuevo.
Al cumplir el duro plazo de castigo, el pobre sapo salió de nuevo de su cuadra, donde dormía junto al resto de caballos, viejos caprichos olvidados por el paso de la efusividad. Ensilló al animal con el pesado artilugio y luego subió a lo alto. Finalmente, fueron a pasear por la finca. Comenzaron dando unos ligeros botes, seguido de más rebotes, acompañados siempre de golpes para que no se detuviera. Con esta dolorosa danza, el hambriento anfibio se perdió con su jinete campo a través, dejando muy atrás los gritos desesperados de las personas que los vigilaban.
Un poco más tarde, salió su padre preocupado para asegurarse de que andaban en los límites de su propiedad. Decepcionado del resultado de la infructuosa búsqueda, volvió a casa en su caballo. Más cuando parecía imposible cualquier otra situación, un trabajador de su cortijo avisó de que había visto al orondo animal que venía de regreso. Por el contrario, fue bastante dura la sorpresa del progenitor, tras descubrir que su pequeña no viajaba sobre la silla de montar. Entonces, mandó de forma perentoria encerrar al sapo. “Ha vuelto con la papada henchida, tal y como le ha enseñado mi pequeña”, recodó de manera orgullosa. Una vez sujeto en la caballeriza, todos oyeron un crujir de huesos en el interior del gran batracio y pensaron de inmediato que podía haberse lastimado, al saltar la valla que limita los terrenos. Por consiguiente, decidieron dar aviso al veterinario de la familia.
Al día siguiente, llegó a la propiedad un viejo de melena gris. El hombre, de aspecto encorvado como un tres y arrugado como una pasa, se puso sus gafas desgastadas e inspeccionó las musculadas patas del animal. El octogenario estaba acostumbrado a reconocer a los caballos y era un excelente especialista equino. Por el contrario, nunca había visto a un animal de aquella especie. Empero, no le hizo ninguna falta, pues parecía evidente que el sapo permanecía sin rasguños. De hecho, estaba lustrosa y lozana, pues se había alimentado de forma reciente.
Al regreso del señor de la casa, tras su batida matutina, se cruzó con el veterinario. El viejo doctor de animales no tenía nada preocupante que informar. Sin embargo, anoto que no había cesado ese mismo crujir de huesos. Además, esclareció que los sonidos provenían, de la gran bolsa que tenía bajo la boca. “Entonces, se habrá roto un hueso de la papada”, le comentó el padre extrañado. A lo que él respondió: “Señor, huesos no tiene en la bolsa el animal. No al menos que sean suyos.”
El nuevo dueño del sapo aterrado, cayó en la cuenta de que nadie lo había alimentado en más de una semana, por orden expresa de la chiquilla desaparecida.

  


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