Después
de adquirir su nueva propiedad en heredad, Carlos guardaba un sano
interés en conocer a todos sus vecinos, por muy lejos que estuviesen
sus casas. Con ello practicaría lo que él denominaba, “la
socialización del territorio”. Pensando en estas y otras ideas
para su nuevo hogar lo primero que hizo, tras airear la casa, fue
acudir a visitar el terreno vecino más próximo y que pertenecía a
un viejo ermitaño. El hombre vivía en la ladera de una montaña, en
un trozo de tierra que bordeaba gran parte de su pequeña parcela. Al
llegar a la zona, le dio la impresión de que el lugar exacto donde
residía aquel hombre solitario, era más bien una vetusta cueva, por
cierto mal acabada, que un lugar al que pudiera llamar hogar. Por
otro lado, en las primeras conversaciones que mantuvo, el viejo
aseguro, con pruebas fehacientes, que tenía los papeles de aquel
pedazo de roca en regla. A partir de entonces, la relación entre
ambos fue cordial y respetuosa y más aún, cuando las lindes de sus
propiedades tocaban en más de doscientos metros. Muy pronto, el
interés en el extraño viejo, copó toda la atención de Carlos, con
respecto al resto de vecinos y propietarios.
Cierta
tarde, el muchacho decidió acudir a casa del ermitaño sin nombre,
llevando consigo una botella de un exquisito vino de su pueblo natal.
El día había agotado sus horas de luz y el Sol se fundía en el
horizonte en una especie de hermosa y fina llama rojiza, mientras
daba paso forzoso al baño de plata de su mujer, la Luna, sobre la
penumbra del campo, como una maldición de dos amantes. Cuando Carlos
había alcanzado el límite de su terreno, observó una luz titilante
junto a la cueva del dueño y de forma inmediata, pensó en la cena.
Le era indiferente si se trataba de una rata o una liebre pero esa
noche, la regarían con un buen trago de vino dulce. Ya se encontraba
cerca de la hoguera, cuando el joven descubrió algo que le
desconcertó. Entonces, decidió permanecer observando, quedo y
atento. En la inquietante escena, el apacible hombre descansaba junto
al fuego, junto a dos pequeños pájaros, posados en su hombro
derecho. A su vez, emitía una serie de trinos y sonidos
entrecortados, más cerca del entendimiento de las dos avecillas. Los
animales parecían comprender todo lo que el anciano decía y
respondían con sendos cantos a su interlocutor humano. El
impresionado Carlos, retrocedió un paso atrás y pisó sin querer
una rama, provocando una brusca huida de las aves.
“Lo
siento mucho.” Se disculpó el muchacho, mostrando al extraño
propietario la botella de vino, en un cortés ofrecimiento. El viejo
agradeció el obsequio y acepto las disculpas, luego le pidió al
visitante que se aproximara al fuego, pues intuía que aquella noche
sería bastante helada.
Durante
esta especie de velada rustica e improvisada, los dos hombres
sintieron el deseo de saber un poco más el uno del otro, conocer
cuáles eran sus inquietudes y en definitiva, intimar como amigos y
no como meros conocidos. Pero lo que de verdad interesaba a Carlos,
era aquella situación previa tan peculiar. Con esa insistente
curiosidad, llamando continuamente a las puertas del subconsciente,
se atrevió a abordar el tema tras dos copas de vino y su vergüenza
mermada por el alcohol. Entonces, el viejo le conto una historia
fascinante, algo así como el relato de su vida. Según narró el
ermitaño, había pasado la mayor parte de su vida entre hombres
sabios de tríbus perdidas, en otros países y regiones. Había vivido
con chamanes de Sudamérica durante algún tiempo; tuvo que aprender
lenguas remotas y extrañas para poder entablar diálogos con algunos
santeros y brujos de África; también converso, durante horas
prolongadas con brujos y hechiceros de Asia o Europa del Este. Él se
consideraba a sí mismo un alquimista. Y de esta forma tan peculiar,
afirmaba que adquirió ciertos talentos poco habituales en hombres de
ciudad. Después, añadió que su capacidad para hablar con las aves,
la aprendió de los árabes de oriente. Aseguró, que este
conocimiento se trasmitía entre selectos hombres sabios, desde los
tiempos del rey Salomón que a su vez, fue enseñado por la misma
reina de Saba.
Carlos,
bastante impresionado por todo lo que oía, quiso conocer aquella
curiosa ciencia. Fantaseo con llevar a todos los extremos su
“socialización del territorio”, sin hacer distinción entre
hombres y animales.
“No
es seguro aprender a escuchar a los animales para el hombre de
ciudad.” Fue lo único que respondió el viejo. Entonces, le conto
que el campo, como todo poder de la tierra, guardaba secretos que el
hombre moderno no debía saber jamás y que tan solo aquellas
personas que gestionaban las vidas de quienes vivían tan cerca de la
naturaleza más salvaje, tenían el derecho a escuchar con la
intención de mantener a sus gentes a salvo. Carlos no consiguió
aquella noche su propósito, a pesar de la ensalzada amistad que
produjo la magia del vino. Pero no por ello, dejaría de insistir en
los días venideros.
Pasaron
varios meses y el viejo cayó enfermo. Una horrible neumonía amenazó
con acabar con sus días sobre la tierra, debido a su avanzada edad y
a las precarias condiciones en las que se mantenía. Conmovido,
Carlos decidió hacerse cargo del pobre hombre, que se negaba
abandonar su propiedad en el tiempo que le quedaba. El anciano en
agradecimiento, le ofreció un montón de papeles viejos, afirmando
que en ellos se explicaba el increíble método para comprender a los
animales. Pero antes, le advirtió de forma severa que si algún día
decidía estudiarlos, le cambiaría la vida para siempre.
Pocas
semanas después, el viejo había empeorado y a continuación, dejo
de sufrir los arrebatos y achaques de su enfermedad, dando paso a la
tranquilidad eterna. Carlos no pudo esperar ni un segundo y tras
enterrar al ermitaño cerca de su cueva, como había prometido, se
apresuró a leer el manuscrito. Pasó los siguientes días, recluido
en su morada y absorto en cada página del extraño texto. Al cabo de
unos meses, el joven había memorizado todos los conceptos básicos
que el fallecido alquimista había plasmado sobre el papel. A partir
de aquel entonces, empezaría la verdadera prueba de fuego, debía
poner en práctica todos los conocimientos adquiridos gracias al
viejo.
En
un primer lugar, el muchacho pretendía acudir hasta el territorio
del viejo, intuyendo que los animales de aquel lugar, estarían más
habituados a la relación con el hombre. No le hizo falta cruzar al
otro lado de su territorio, ni siquiera alcanzar los límites de su
propiedad. En seguida se dio cuenta de que podía comprender todo lo
que los pájaros cantores, piaban de forma insistente. E
inmediatamente, se detuvo en aquel mismo lugar. No podía avanzar ni
un paso, intentando oír con claridad todo lo que su nueva habilidad
le permitía. En un principio, no pudo asimilar tanta información
pero más tarde, algo tomó una extraña forma, en su interior más
instintivo. Era como si ya supiese de antemano lo que allí sucedía,
aquello de lo que hablaban las aves del cielo. Su instinto más
primario, conocía esos secretos que comentó el alquimista, antes de
partir. De repente, comprendió que el viejo había sido un mediador,
como los chamanes de su narración. Y que la naturaleza, les hablaba
de pactos de antaño entre hombres y animales, árboles, montañas,
ríos y mares. Sin embargo, los pájaros cantaban ahora sobre
rupturas de leyes. Hablaban de la impunidad del ser humano. Los
animales hablaban de venganza.
Hablaban
de muerte.

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