lunes, 21 de octubre de 2013

Cuento Macabro: El murmullo de las aves.


Después de adquirir su nueva propiedad en heredad, Carlos guardaba un sano interés en conocer a todos sus vecinos, por muy lejos que estuviesen sus casas. Con ello practicaría lo que él denominaba, “la socialización del territorio”. Pensando en estas y otras ideas para su nuevo hogar lo primero que hizo, tras airear la casa, fue acudir a visitar el terreno vecino más próximo y que pertenecía a un viejo ermitaño. El hombre vivía en la ladera de una montaña, en un trozo de tierra que bordeaba gran parte de su pequeña parcela. Al llegar a la zona, le dio la impresión de que el lugar exacto donde residía aquel hombre solitario, era más bien una vetusta cueva, por cierto mal acabada, que un lugar al que pudiera llamar hogar. Por otro lado, en las primeras conversaciones que mantuvo, el viejo aseguro, con pruebas fehacientes, que tenía los papeles de aquel pedazo de roca en regla. A partir de entonces, la relación entre ambos fue cordial y respetuosa y más aún, cuando las lindes de sus propiedades tocaban en más de doscientos metros. Muy pronto, el interés en el extraño viejo, copó toda la atención de Carlos, con respecto al resto de vecinos y propietarios.
Cierta tarde, el muchacho decidió acudir a casa del ermitaño sin nombre, llevando consigo una botella de un exquisito vino de su pueblo natal. El día había agotado sus horas de luz y el Sol se fundía en el horizonte en una especie de hermosa y fina llama rojiza, mientras daba paso forzoso al baño de plata de su mujer, la Luna, sobre la penumbra del campo, como una maldición de dos amantes. Cuando Carlos había alcanzado el límite de su terreno, observó una luz titilante junto a la cueva del dueño y de forma inmediata, pensó en la cena. Le era indiferente si se trataba de una rata o una liebre pero esa noche, la regarían con un buen trago de vino dulce. Ya se encontraba cerca de la hoguera, cuando el joven descubrió algo que le desconcertó. Entonces, decidió permanecer observando, quedo y atento. En la inquietante escena, el apacible hombre descansaba junto al fuego, junto a dos pequeños pájaros, posados en su hombro derecho. A su vez, emitía una serie de trinos y sonidos entrecortados, más cerca del entendimiento de las dos avecillas. Los animales parecían comprender todo lo que el anciano decía y respondían con sendos cantos a su interlocutor humano. El impresionado Carlos, retrocedió un paso atrás y pisó sin querer una rama, provocando una brusca huida de las aves.
Lo siento mucho.” Se disculpó el muchacho, mostrando al extraño propietario la botella de vino, en un cortés ofrecimiento. El viejo agradeció el obsequio y acepto las disculpas, luego le pidió al visitante que se aproximara al fuego, pues intuía que aquella noche sería bastante helada.
Durante esta especie de velada rustica e improvisada, los dos hombres sintieron el deseo de saber un poco más el uno del otro, conocer cuáles eran sus inquietudes y en definitiva, intimar como amigos y no como meros conocidos. Pero lo que de verdad interesaba a Carlos, era aquella situación previa tan peculiar. Con esa insistente curiosidad, llamando continuamente a las puertas del subconsciente, se atrevió a abordar el tema tras dos copas de vino y su vergüenza mermada por el alcohol. Entonces, el viejo le conto una historia fascinante, algo así como el relato de su vida. Según narró el ermitaño, había pasado la mayor parte de su vida entre hombres sabios de tríbus perdidas, en otros países y regiones. Había vivido con chamanes de Sudamérica durante algún tiempo; tuvo que aprender lenguas remotas y extrañas para poder entablar diálogos con algunos santeros y brujos de África; también converso, durante horas prolongadas con brujos y hechiceros de Asia o Europa del Este. Él se consideraba a sí mismo un alquimista. Y de esta forma tan peculiar, afirmaba que adquirió ciertos talentos poco habituales en hombres de ciudad. Después, añadió que su capacidad para hablar con las aves, la aprendió de los árabes de oriente. Aseguró, que este conocimiento se trasmitía entre selectos hombres sabios, desde los tiempos del rey Salomón que a su vez, fue enseñado por la misma reina de Saba.
Carlos, bastante impresionado por todo lo que oía, quiso conocer aquella curiosa ciencia. Fantaseo con llevar a todos los extremos su “socialización del territorio”, sin hacer distinción entre hombres y animales.
No es seguro aprender a escuchar a los animales para el hombre de ciudad.” Fue lo único que respondió el viejo. Entonces, le conto que el campo, como todo poder de la tierra, guardaba secretos que el hombre moderno no debía saber jamás y que tan solo aquellas personas que gestionaban las vidas de quienes vivían tan cerca de la naturaleza más salvaje, tenían el derecho a escuchar con la intención de mantener a sus gentes a salvo. Carlos no consiguió aquella noche su propósito, a pesar de la ensalzada amistad que produjo la magia del vino. Pero no por ello, dejaría de insistir en los días venideros.
Pasaron varios meses y el viejo cayó enfermo. Una horrible neumonía amenazó con acabar con sus días sobre la tierra, debido a su avanzada edad y a las precarias condiciones en las que se mantenía. Conmovido, Carlos decidió hacerse cargo del pobre hombre, que se negaba abandonar su propiedad en el tiempo que le quedaba. El anciano en agradecimiento, le ofreció un montón de papeles viejos, afirmando que en ellos se explicaba el increíble método para comprender a los animales. Pero antes, le advirtió de forma severa que si algún día decidía estudiarlos, le cambiaría la vida para siempre.
Pocas semanas después, el viejo había empeorado y a continuación, dejo de sufrir los arrebatos y achaques de su enfermedad, dando paso a la tranquilidad eterna. Carlos no pudo esperar ni un segundo y tras enterrar al ermitaño cerca de su cueva, como había prometido, se apresuró a leer el manuscrito. Pasó los siguientes días, recluido en su morada y absorto en cada página del extraño texto. Al cabo de unos meses, el joven había memorizado todos los conceptos básicos que el fallecido alquimista había plasmado sobre el papel. A partir de aquel entonces, empezaría la verdadera prueba de fuego, debía poner en práctica todos los conocimientos adquiridos gracias al viejo.
En un primer lugar, el muchacho pretendía acudir hasta el territorio del viejo, intuyendo que los animales de aquel lugar, estarían más habituados a la relación con el hombre. No le hizo falta cruzar al otro lado de su territorio, ni siquiera alcanzar los límites de su propiedad. En seguida se dio cuenta de que podía comprender todo lo que los pájaros cantores, piaban de forma insistente. E inmediatamente, se detuvo en aquel mismo lugar. No podía avanzar ni un paso, intentando oír con claridad todo lo que su nueva habilidad le permitía. En un principio, no pudo asimilar tanta información pero más tarde, algo tomó una extraña forma, en su interior más instintivo. Era como si ya supiese de antemano lo que allí sucedía, aquello de lo que hablaban las aves del cielo. Su instinto más primario, conocía esos secretos que comentó el alquimista, antes de partir. De repente, comprendió que el viejo había sido un mediador, como los chamanes de su narración. Y que la naturaleza, les hablaba de pactos de antaño entre hombres y animales, árboles, montañas, ríos y mares. Sin embargo, los pájaros cantaban ahora sobre rupturas de leyes. Hablaban de la impunidad del ser humano. Los animales hablaban de venganza.
Hablaban de muerte.


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