EL
VIEJO SIN NOMBRE:
-
Padre cuénteme la historia del viejo, pues la prefiero a cualquier otra.
-
¿Otra vez, hijo mío? ¿No prefieres la del cruce y el río?
- No
padre. De otra no me habléis.
- De
acuerdo, hijo. Ya hace tiempo vivía en un bosque un anciano poco cuerdo. Esta
persona tan arrugada y decrépita, era la más vieja de la tierra.
-
¿El más viejo de este mundo? Eso parece algo inmundo...
-
Sí, hijo, más viejo aún que el propio tiempo ya olvidado. Pues bien, este señor
tan anciano, vivía con un dilema sobre su final aciago. Pretendía con malas
artes y maneras, controlar el alma de una criatura de estas tierras. Primero,
lo intentaría con animales del bosque y sus recónditos lugares. Luego, con
aquellas personas que buscaban con curiosidad sus emplastes y brebajes. Su
macabra obsesión divina pretendía moldear una compañía a su semejanza. Mas el
viejo demente lo intentó e intentó de tantas maneras, que acabó dándose por
vencido sin encontrar respuesta a sus planes desmedidos.
Sin
embargo, cierto día inspirado, tal vez por una deidad en las alturas o algún
demonio de las simas más oscuras, halló consuelo a sus calenturas y solución a
sus dudas. A pesar de su nuevo y efectivo preparado, no pudo probar su magia el
desdichado, pues para entonces se encontraba en sobre aviso toda criatura. Así
pues, sin más opciones ni posibilidades, decidió impaciente a probar el brebaje
sobre sus propias carnes. Y tras beber de un solo trago el cristal del preparo
se quedó sin nombre y sin reparo. Aún se oye en los lindes de este bosque, la
historia del hombre desmemoriado que partió, dejando su casa deshabitada.
-
Padre, no quisiera jamás encontrarme con un hombre que mi alma así quisiera.
-
No, hijo, tú nunca lo vieras.
UN
BUEN CONSEJO:
No siempre tenemos la suerte de oír, en palabras ajenas, una historia
aleccionadora. Es verdad que el tiempo, nos resuelve a todos de una suma de
experiencias ya vividas, con las que vamos construyendo el camino de la vida.
Más, ¿no tiene mayor peso un buen consejo que mil piedras en el sendero? Pues,
eso precisamente fue lo que sucedió en mi historia.
Paseando por los lindes de cierto bosque, conocido por mil personas,
tropecé con una estampa muy curiosa. Ya que había encontrado un obstáculo en el
sendero, un río de afluente bravío y severo. Y en el inicio de esta
intersección, se hallaba esperando un hombre viejo y gruñón. Por lo que,
curioso, decidí iniciar una conversación con aquel individuo malhumorado. Este me
contó que en sus años de vida la mitad los había pasado esperando a que disminuyese
el caudal del río descontrolado, pues todo el que se había arriesgado a pasarlo
a nado, pereció bajo la corriente de dicho río bravo. También, aseguró que
sabía de buena tinta, que únicamente una vez cada cien años, la situación de
aquella encrucijada podía ser tornada, gracias a la suma de no sé cuántos
sucesos y cosas alineadas.
Sin embargo, el pobre hombre ya decrépito y cansado, como se
encontraba, decidió lanzarse a cruzarlo sin más demora. Pues su único
impedimento había sido siempre dejar a alguien al cargo para superarlo. Viendo
la determinación y arrojo del anciano, tras lanzarse a las aguas, decidí
esperar el tiempo que fuera necesario. Cuál fue mi sorpresa al comprobar que después
de ser arrastrado el anciano el río cesó su afluente, dejando al descubierto las
piedras de del fondo. Y viendo aquella situación tan oportuna, crucé sin duda
alguna. Pues en menos que canta un gallo, me hallé al otro extremo de aquel
cruce endiablado. Luego el río volvió a su caudal habitual de seguida, con lo que
pudo proseguir el curso de la vida.
En la memoria de Manuel Marfil Rios.